Llegas a la península, a Villa Arriba de Abajo, nombre que, ya desde un principio, debería haberte hecho prever lo que te ocurriría. Es tu lugar de vacaciones -el tuyo y el de tu mujer y el de los niños y el de tu suegra y el de Bond, el loro de la suegra-. Llegas -iteras el verbo- a las dos de la madrugada... ¡Una huelga de no sé qué o de no sé quiénes en el AVE! El apartamento, cutre, es, a la par, novelesco y cinematográfico, porque cualquier parecido entre la realidad y lo que te prometieron es pura casualidad... Y la primera gran sorpresa del antro es toparte con un enorme telescopio en el comedor... ¿Mande? Estás cansado. Mañana, con las vívidas luces del día, todo, sin duda, te parecerá mejor. Bond -el loro- adiestrado hábilmente por tu madre política (¡qué mala es siempre la política!) te da las buenas noches con un sonoro: «¡Capullo!». Es su costumbre...
Por la mañana te levantas temprano. Abres el balcón. Buscas el mar. Te lo habían prometido: espléndidas vistas al susodicho. No hay mar que valga. Llamas a la agencia. «¡Use el telescopio!» -te recomiendan-. Lo haces. Efectivamente, se ve una leve línea azul, allá a lo lejos, que -supones- será el mar. Te cabreas. Pero todavía más cuando tu mujer te informa de que tenéis que ir a la playa, ¡ya! Unas tres horas de carretera -calculas-. Ir a la playa con Bond, tu suegra, tus hijos y tu esposa es tanto como hablar del desembarco de Normandía: el flotador negro de toda la vida de tu suegra, el pienso y la jaula del lorito de los cataplines, el colchón, la nevera portátil, los manguitos, los cubos y las palas, las sombrillas, las sillas plegables y, ¡natural!, el Trankimazín en cantidades industriales...
Tu mujer, que no ha conducido en su vida, ejerce de GPS. Joroba conducir cuando alguien te da continuas lecciones de lo que has de hacer o no hacer. Pero es aún peor si tu suegra se empecina en decir continuamente aquello tan manido de: «¡Ay, hija! ¿Por qué te casaste con eso?». «Eso» eres tú. El loro repite: «¡Capullo!».
Llegáis. Bandera roja. Medusas... Puigdemont se pasea por la playa hábilmente disfrazado de Wally. Y, de pronto, te encuentras con Paco, un viejo compañero del colegio metido, ahora, incomprensiblemente, a socorrista. Te comenta que se echó un master, en solo un día, en universidad de real nombre...
Buscas una excusa y dejas a toda la tribu en el arenal. Subirás a la ciudad. Cualquier cosa con tal de alejarte de aquello. La ciudad asoma desafiante sobre un acantilado que parece querer precipitarse sobre la extensa playa... Preguntas cómo se puede subir. Un lugareño te dice que en ascensor... Te animas. La felicidad dura poco porque te comenta que el ascensor es, de momento, virtual y está sobre plano. Luego te informa de que puedes subir en unas escaleras mecánicas... Unas que no llegaron a construirse... «Cosa de políticos» -te comenta-. Optas por un trenecito que, sin alegres banderitas, a la altura de una cuesta denominada de Corinea, se estropea, impotente... Subes a pie, buscas un taxi y regresas a la playa... Ahora entiendes porque a la ciudad costera se la denomina Villa Arriba de Abajo...
De repente te da como una especie de vahído... Te meten en una ambulancia: el enfermero es otra vieja conocida, Dolores Varios Agudos. «¿Tú eras enfermera?» -le inquieres-. «No, pero hice un master en...». «Ya sé, ya sé» -contestas-. Llegas al hospital. Solo esperas que los médicos no hayan conseguido su titulación al modo express… Mientras aguardas a que te atiendan, coges el móvil y llamas a tu puesto de trabajo, con el encarecido ruego de que, a la mañana siguiente, te telefoneen para requerirte que, ¡ya!, te reincorpores a tu puesto de trabajo, sin dilación alguna... Todo con tal de no repetir tu experiencia veraniega un día más...
Mientras, tu mujer, ajena a lo tuyo, mira el mar desde un hermoso telescopio...