Las escopetas las carga el diablo, igual que los argumentos a favor y en contra de la Segunda República o de Franco y su dictadura. Lo más saludable es dejar estos dos periodos para los historiadores, pero hay muchos que no pueden evitar la tentación de aprovechar la marca para sus estrategias políticas. Lo que no puede dejarse todavía para la historia es la Guerra Civil y especialmente sus víctimas. Hay deberes pendientes.
No es lo mismo un muerto de esa guerra que un cadáver. El muerto es de todos, el cadáver de la familia. Lo que debería interesar más a toda la sociedad son los muertos, aquellas personas que perdieron la vida, los asesinados durante la Guerra Civil y la represión franquista. Y respetar el derecho de las familias que lo pidan a identificar a sus familiares y a recuperar sus restos. Las administraciones deben favorecer este derecho, aunque la iniciativa debería ser de las familias.
Es muy difícil ser justos cuando hay que decidir qué muertos pesan más o tienen más derechos, los de un bando o los del otro. Y es imposible cerrar un conflicto que todavía está latente si ese es el debate.
El centenar de muertos en La Mola el 2 y 3 de agosto de 1936, los 76 del «Atlante» de noviembre de ese año, los cuatro de Ferreries, algunos junto a una cuneta, las víctimas de los bombardeos, los asesinados en «sa girada» de febrero de 1939, los fusilados por orden de los tribunales franquistas, lo que murieron en Mauthausen, esa larga lista de menorquines víctimas de la guerra merecen una actitud más generosa y responsable por parte de la generación actual.
Mientras las familias que quieran han de poder recuperar los restos de sus parientes, los muertos, todos, creo que merecen un acto público por la reconciliación y la memoria, porque la vida de las personas importa más que las ideas de aquellos que ayer empuñaron las armas o de quienes hoy tienen una responsabilidad pública. Creo que la mayoría lo agradeceríamos.