Bye, bye agobiosto. La propietaria de un restaurante comenta que han hecho un 30 por ciento menos de caja que el año pasado. El encargado de un supermercado manifiesta que ellos han facturado un 38 por ciento más que la temporada pasada. Varios vendedores ambulantes se quejan porque las compras han ido más flojas de lo que esperaban. Y el personal de servicios protesta, con razón, porque vaya como vaya la temporada ellos siguen currando como mulas para tirar de ese gran negocio, ¿único?, que es el Turismo. Nada nuevo bajo el sol en mi bella Menorca, pensó María mientras apuraba la bolsa de almendras garrapiñadas que se había comprado en la feria del pueblo.
La única novedad fue ver que en esta isla del Mediterráneo también se atropellan canguros, como si estuviéramos en la gran Australia y pudiéramos saludar por la calle a Cocodrilo Dandy (vaya referente más viejuno que me he buscado). Parece que hay un señor que colecciona animales exóticos por la zona de Mercadal y los pobres marsupiales se escapan y mueren bajo las ruedas de algún coche, flipa con los caprichos de algunos.
En esas estaba María, viendo como se despide el verano con la cantinela repetida de la necesidad de alargar la temporada, de la falta de aparcamientos en pueblos y playas, o de las molestas obras que nunca acaban en plazo, cuando vio venir a lo lejos a Toni, Andrea, Tomás y a Julia, ¡joder! la pandilla reunida de nuevo después de más de diez años, el corazón le iba a mil.
Cuando eran jóvenes en ese mismo sitio, detrás de los coches de choque, en un pequeño muro blanco que rodea el polideportivo del pueblo, habían jurado cuidarse los unos a los otros pasase lo que pasase. Cuando la adolescencia apenas les rozaba se sentían como los protagonistas de las novelas de «Los Cinco», de Enid Blyton, corriendo las mismas aventuras, solo les faltaba el perro. Se habían conocido en el colegio, porque en el patio hacían piña para protegerse. Toni siempre luchando con su peso. Andrea con sus gafas de culo de botella soñando con cambiar el mundo. Tomás con el pelo bien rojo y llenito de pecas. Julia tímida, acosada y agobiada, porque siempre fue muy guapa. Y María, con el pelo muy negro y dos grandes trenzas que enmarcaban su cara redonda como una luna llena.
Mientras otros discuten sobre si los huesos del dictador genocida deberían ir a una cuneta anónima, o a casa de algún general que lo defiende y apoya. Y mientras el mundo giraba con sus miles de problemas y sus gotas de sana locura, ellos estaban listos para el abrazo. Desde que Julia se libró de la alimaña que la maltrataba golpeándole la cabeza con una absurdo busto de Julio César, todos habían recuperado su juramento de juventud, y para celebrar la absolución de Julia allí estaban, a punto de reunirse en el sitio donde empezó todo, y no olvidar nunca más que nada hay más importante que la amistad, nada.
María temía que el abrazo le rompiera el pecho, la emoción la desbordaba. Pero bastó que Toni y Tomás dijeran al unísono; «Pero qué ha pachao», para que la risa más abierta se uniera al abrazo más intenso y sincero. Cómo echaban todos de menos esa pésima imitación que hacían los chicos de los payasos, que consistía básicamente en decirlo todo con la «ch». Los pachachos han vuelto y está vez para quedarse. Los cinco cenarán juntos, el final del verano será algo menos triste, y el resto de sus vidas algo más verdadera, emocionante y divertida. Feliz último jueves de agosto, queridos lectores.