Decía Nieztsche que el cristianismo y el alcoholismo eran los dos grandes narcóticos de la sociedad europea, la de su tiempo, no tan lejana a nosotros. Hoy habría que cambiar el primero por el fútbol tal vez o la moda o los artilugios móviles que emboban a tanta gente.
En Menorca hace 25 años que la reserva de la biosfera sirve de narcótico. Nada consuela tanto a la política cuando no tiene nada que ofrecer o busca una excusa para celebrar algo. Nada se ha celebrado más en los últimos 25 años que la reserva, aunque en todo ese tiempo no se haya aprobado una sola ley autonómica que tenga en cuenta esa declaración, según la filípica pronunciada por el pregonero del acto institucional de Sant Antoni.
La autocomplacencia en torno al título de la Unesco provoca sonrojo ante un análisis somero. Las reservas de la biosfera son «espacios de aprendizaje para el desarrollo sostenible», según definición del organismo que las declara y regula. Añade que es una especie de laboratorio donde probar «enfoques interdisciplinarios para comprender y gestionar los cambios e interacciones de los sistemas sociales y ecológicos, en particular la ordenación de conflictos y la ordenación de la biodiversidad». Si alguien lo ha entendido no tiene por qué leerlo de nuevo y si ya está narcotizado, no vale la pena.
La reserva de la biosfera no ha servido para reducir las emisiones contaminantes de la central eléctrica ni para avanzar realmente en energías renovables ni para garantizar recursos hídricos potables. Fatiga oir el discurso repetido y las voces ufanas de los de siempre sobre nuestros valores medioambientales, que afortunadamente conservamos.
Cuánto nos ha costado, qué inversiones hemos captado, cuánto trabajo ha creado, qué beneficio han obtenido empresas y trabajadores. Más análisis, y menos bombo.