Aunque el tiempo está más revuelto que los despachos de los partidos políticos, liados en sus pactos de apariencia ideológica pero con un fondo claro de reparto de sillitas, aquí ya huele a verano. Y una de las cositas que nos trae la época estival es un repunte alarmante de la gordofobia. La operaciones bikinis funcionan a plena máquina, las cremas solares ya han sido desenfundadas, y los cambios de armario están en plena ebullición. Sacamos el vestuario que menos tapa, y los comentarios despectivos hacia los michelines, propios y ajenos, campan a sus anchas. Somos de lo que no hay, y eso de las fobias, y de la baja autoestima, nos pone.
Como se consuelan algunos, en esa condición humana tan rastrea de andar continuamente comparándolo todo aunque sepamos que es odioso, encontrando a alguien con más masa adiposa que ellos. Y qué miradas de envidia generan los que han pasado más hambre que Carpanta (vaya referente más viejuno) y les cabe la misma ropa del verano anterior. No hay que agobiarse demasiado, al igual que las plantas siguen testarudas su ciclo de fotosíntesis, los humanos, al menos los acomodaditos de este mundo, nos empeñamos cada año en repetir errores y fobias. Deben saber, queridos lectores, que por enésima vez llego tarde a la pérdida de tejido adiposo, mi estado físico se resume en que se me mueve la tripa cuando me limpio los dientes enérgicamente. Es lo que hay.
Y en estos tiempos de repunte de las fobias, recordemos, homofobia, xenofobia, aporofobia, feminismofobia, la ya mencionada gordofobia, y una larga lista de miserias humanas, vendría bien coger una furgoneta y recorrer medio mundo para quitarse mucha tontería de encima. Sentirse como un Marco Polo de barrio que abandona el cómodo entorno de sus calles ya conocidas para vivir con mayúsculas, y aprender con todos los poros. Así lo hizo el hermano mayor de mi amigo Xavi, y allá por el principio de los años ochenta, y con veintipocos años, se piró con una Volkswagen de segunda mano a visitar Afganistán, cuando muchos no sabíamos ni que existía un país con ese nombre.
Kierkegaard, que iba para sacerdote pero se mosqueó con la Iglesia danesa y acabó en la Filosofía para ser el padre del existencialismo, venía a decir algo así como que nuestra angustia es el vértigo que nos produce la libertad. Y creo que tenía razón, para no pensar mucho, suplicamos por unos mandamientos, repetimos los mismos errores y seguimos ciegamente las modas. Pensar cansa un huevo y más cuando llega el calor. Nos gusta que nos guíen, lo de coger las riendas nos da pánico.
No es por ser llorón, nada más lejos de mi intención pedir empatía con un articulista, al fin y al cabo es bastante cómodo escribir desde casa sentadito delante del ordenador. Prefiero reservar la empatía para los profesionales que aportan mucho más, y que se la juegan de verdad, como por ejemplo los funambulistas. Pero debo confesarles, por eso de la honestidad, que esta semana me ha resultado especialmente complicado andar pegando frases, ya que un lumbago cabezón y doloroso no me deja ni a sol ni a sombra, voy de antiinflamatorios hasta las orejas. La medicación por un lado me alivia, pero por el otro me pone las neuronas más espesas que un puré de guisantes. Aun así, tengo claro que me gustaría no tener más aversiones que mi fotofobia congénita, ni seguir más modas que la de probar todas las cervezas artesanas del mercado. Ya que nunca tuve el arrojo de ir a Kabul, a ver si al menos me curro esto. Feliz jueves.