Estamos pasando de la Transición a la Demolición. De un Estado de derecho a un desastre de incierto final. Se empieza por una senda y, cuando uno se da cuenta, ya no sabe cómo dar marcha atrás. La excesiva permisividad tiene consecuencias: se sobrepasan los límites y se pierde el miedo a cualquier autoridad que no se avenga con nuestras pretensiones. Se hace imposible la convivencia pacífica. No hay garantías cuando triunfa la intimidación y numerosos delitos quedan impunes. Eso es lo que hemos estado buscando o permitiendo, arrastrados por el neopopulismo y los fanáticos de turno, ante el silencio o la pasividad cobarde de la mayoría. Nada nuevo. Cuando se crean divisiones entre ciudadanos, se recogen frutos amargos. Arden ciudades, se interrumpe el tráfico, se pierden amistades, se quiebra la confianza, aparece el caos.
Dime con quién andas... Los mecanismos de defensa están fallando estrepitosamente. En lugar de generar afecto y cooperar para mejorar las cosas, crecen la rabia, el odio y la inseguridad. El diferente es enemigo. Se busca la ruptura. Si se rompe la Constitución, muchos se darán cuenta de que el paraíso que les habían vendido no está disponible a la vuelta de la esquina. Era un reclamo que han sabido utilizar algunos corruptos cuando se les acababa el chollo, jugando con su frustración, sus lícitas ilusiones y sentimientos, y las ambiciones más oscuras e inconfesables de los pescadores en río revuelto.