Hay personas con visión tubular y otras con visión periférica. Obviamente no me refiero a patologías médicas, mis conocimientos en oftalmología se reducen a lo que amablemente me ha explicado mi doctor acerca de la necesaria operación de cataratas (parece que ha pasado de salto de agua a Iguazú, y me la tienen que quitar antes de que me choque más veces con mis hijos por el pasillo). Me refiero a los que van por la vida sin levantar la cabeza ni observar los lados versus los que estiran el cuello y miran en todas las direcciones porque la curiosidad y las ganas de aprender fluyen en un continuo.
No sé, queridos lectores, pero creo que es necesario, para no aplatanarnos demasiado, estirar el cuello de vez en cuando para ver un poquito más lejos. Y más los que vivimos en sitios pequeños y aún más si esos sitios están en mitad del mar. Menorca es la hostia sin matices, pero si no sacamos la cabecita de las maravillosas costas que nos rodean, caemos en el riesgo de tener una mirada muy distorsionada de la realidad, del mundo que hay más allá de la arena blanca de Macarella, o del paisaje lunar de Favàritx. Si nos basáramos únicamente en lo que ven nuestros ojos cada día podríamos aseverar con contundencia que no existen los mendigos, porque yo no veo en mi pueblo a nadie pedir por la calle. Y tirando de ese hilo diríamos que los que hablan de pobreza son unos exagerados porque en general no vemos a la gente tan mal, es más, vemos a bastantes personas manejando billetitos y paseando en lancha alrededor de la Isla. ¡Yupi! qué carrusel de diversión que es la vida, que diría un youtuber sin dejar de mover los brazos.
Pero mira tú qué chorprecha, te coges un avión a la capital y después te subes al metro hasta la estación de Príncipe Pío y boom, a menos de dos horas de Maó te encuentras con el gran desfile de los mendigos. Mendigos que recitan sus enfermedades y te piden cinco céntimos. Otros que gritan su currículo mirando al cielo: «soy oficial primero de jardinería, me avergüenza pedir pero no encuentro trabajo». Los hay que explican que la alternativa es peor: «no me gusta pedir, pero peor es robar». Otros ofrecen paquetes de pañuelos de papel por la voluntad y dice que si no tienes dinero te lo regala porque: «si yo te puedo ayudar, también te ayudo». Incontables manos extendidas que esperan la moneda.
Y mientras los mendigos desfilan en todas las direcciones y hacen corros en la triste plaza de cemento gris que hay a la salida del metro, los demás viajeros pasan rápido y con la cabeza baja camino del centro comercial. Es una imagen digna del cine apocalíptico, ciudadanos acelerados, que también van cargados de problemas, atravesando un ejército de muertos vivientes, para llegar al calor y la salvación del templo de neón y comprar esas mierdas que nos hacen olvidar que afuera hace mucho frío y desde el domingo pasado mucho totalitarismo.
Y después de la experiencia regresas al calor de la estufa de leña que reconforta los huesos helados que te deja la tramontana, y mientras ves caer la lluvia sobre el Molí de Dalt de Sant Lluís, no dejas de darle vueltas a ese trocito de cabeza que se ha roto por la pena, y piensas que tal vez hay personas que ven menos que tú, aunque no tengan cataratas. Y de esas miserias éticas donde la insolidaridad se envuelve en banderas de agresividad, vienen los populismos fascistas que se nos tiran encima como un negro manto. Pero mientras llegue Amazón a casa, para qué salir, ¿verdad? Feliz jueves.
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