Dos días. Es el tiempo que ha bastado para comprobar la fragilidad del sistema en el nuevo curso escolar, que arrancó el jueves pasado en Menorca y el sábado afrontaba el primer contagio de una alumna. Sin duda estas generaciones quedarán marcadas por la pandemia, que está condicionando su educación y desarrollo. Precisamente ayer, cuando trascendía la noticia de la primera clase aislada en un colegio de Ciutadella, se cumplía medio año ya de la declaración del estado de alarma en España. Cuesta creer todo lo que ha venido después. Y lo que vendrá, porque a este ritmo el virus que debía sucumbir al calor del verano se convertirá en el Jack Skeleton que secuestrará la Navidad, como en la pesadilla cinematográfica de Tim Burton.
Lo de los colegios era más que predecible, no se puede mantener a los niños en una burbuja, impedirles el contacto, el aprendizaje, la diversión, pero la exposición es elevada. No solo por el posible contagio en las clases sino porque es imposible el control de todas las actividades, antes y después de que suene la sirena de entrada en los patios de los colegios. Padres y madres acelerados que cada día a las 7 de la mañana han de tomar la temperatura a sus hijos, profesores ejerciendo de docentes y casi de sanitarios, y colegios que se ven desbordados con temas tan básicos como la desinfección o la falta de espacios.
Aunque abunden las quejas por el cierre de parques y otros lugares de ocio infantil la medida me parece justificada, ciertamente la socialización tan reclamada ya se está produciendo en la escuela, con un enorme esfuerzo para minimizar un riesgo que nunca va a ser cero y que no puede tirarse por la borda en los columpios. No hay que perder de vista lo que ocurre a nuestro alrededor, ahí está el ejemplo de Israel, una apertura acelerada y un descontrol en los colegios, entre otros factores, ha llevado a otro confinamiento general. Un tropezón así sería la ruina definitiva, sanitaria y económica.