Inés Arrimadas se ha ofrecido como alternativa a Bildu para que el Gobierno pueda sacar adelante los presupuestos, mejor una opción moderada como piensan algunos jefes regionales del PSOE. Esos que los periodistas llaman o llamaban barones en tiempos de Felipe, es decir, cuando pintaban algo.
Suena bien la oferta de la mujer que ganó unas elecciones en Cataluña, donde llegó a poner en jaque al independentismo, y luego se fue a Madrid. Explicaba ayer que a los diputados se les paga por trabajar y a eso atribuye su ánimo de colaboración, que resulta iluso mientras Podemos mande en el Gobierno. Ya le han dicho implícita y explícitamente que son incompatibles.
Desde una perspectiva reciente resulta tan saludable como incomprensible. Se fue Albert Rivera y nunca supimos por qué no pactó con el PSOE tras aquellas elecciones de abril del año pasado. El dictamen de las urnas fue rotundo, los 123 escaños socialistas más los 57 centristas sumaban 180, mayoría suficiente para un gobierno fuerte y una legislatura estable. Y, sobre todo, orientado hacia el centro en vez de la extrema izquierda.
Se perdió una oportunidad que decepcionó tanto a los votantes de Ciudadanos que en las elecciones de noviembre se fugaron a otros barrios. Entonces el panorama apareció todavía más atomizado y la salida fue la que hoy conocemos, mucho más rebuscada y mucho menos fiel a la voluntad de las urnas. Seguimos huérfanos de una explicación razonable de Rivera, que se fue sin explicar por qué se cerró al pacto visible y posible.
Va a ser difícil que Arrimadas, con tablas y buen discurso, sea capaz de rearmar una nave que naufragó apenas iniciada la singladura. De momento lo intenta desde la crítica constructiva, a contracorriente de lo que se lleva en un ambiente político tenso y encabronado. Ojalá fuera la primera mujer presidenta. Ya toca.