Nunca pensaste verte así. Ante un juez. Acusado de mil delitos. A saber: gestos obscenos, hurtos, micro y mega y mitad y medio machismos, falta de respeto a la autoridad, actos soeces, delitos ecológicos y un largo etcétera… Ante un juez y -créanme- eso impone. Has renunciado a abogado de oficio, porque cuando es de oficio… Tu padre te enseñó que la verdad siempre triunfa, pero no hay hijo de vecino que pueda creerse lo que te pasó…
Señor juez…
Todo comenzó cuando a tu meñique, sin tu consentimiento, le dio por hurgar en tu nariz en una panadería… La mascarilla, afortunadamente, palió los efectos, aunque la gente comenzó a mirarte de forma extraña, porque la susodicha, la mascarilla, parecía estar como enloquecida… Perplejo, te pasaste el día mirando al menor de tus dedos, incrédulo… ¿No te habrás tomado hoy tu tranquimazín? La cosa empeoró. A la mañana siguiente te encontraste a doña Purificación y el dedo medio, al verla, le hizo un gesto deshonesto… Doña Purificación, anciana venerable (¿por qué pensamos que las canas son garantía de bondad?) blandió su bastón que pasó a ser, de signo de debilidad, a muestra inequívoca de que las apariencias engañan. Y te dio «y bien dado». A la mañana siguiente todo el barrio hablaba de ti…. ¿Qué puñetas les estaba pasando a tus dedos?...
Como el covid, el descontrol de tu mano derecha se expandió… De pronto, al índice y al pulgar, coaligados, les dio por pellizcar traseros de mozas esplendorosas. Y tú que no he sido yo, que son ellos, que no los controlo…
El anular y el medio de tu mano izquierda, de repente, comenzaron a dar golpecitos… Averiguaste que utilizaban el código morse. Te amenazaban con una denuncia por discriminación, ya que usabas más los dedos de tu mano derecha que los de tu mano izquierda. Te exigían una discriminación positiva, como si las discriminaciones pudieran serlo…
- Pero es que soy diestro -argumentaste-.
- ¡Y una mierda! -te respondió el pulgar izquierdo-.
Tus manos ya no te pertenecían… Tenían vida propia… Y estabas acongojado… Cuando salías a la calle, obviabas a la anciana que te arreó y a toda esa gente para la que, ya, eras un indeseable… Robaban -tus manos- que no tú, en supermercados, hacían -ellos, que no tú-, cortes de manga a policías nacionales y locales, etc…
Acudiste a médicos de toda índole y condición. Descartaron todo tipo de enfermedad. Al final te remitieron a un psiquiatra. Pero sus consejos de poco te valieron cuando, solemne, te dijo: «Son nervios. No se preocupe. Tómese un trankimazín. El otro día le comentaba su caso al lavavajillas…»
Sr. Juez…
Tienes claro el principio… Pero, ¿y después?
Estaba ya rozando la desesperación cuando, de pronto, un niño salió a tu encuentro. Dicen que solo los borrachos y ellos dicen la verdad. Te escuchó atentamente… Y, de repente, te espetó…
- ¿Usted usa gel?
- ¡Natural, chaval!
- ¿Y se lava las manos con frecuencia?
- Pues va a ser que sí…
- ¿Y el gel tiene un setenta por ciento de alcohol?
- Más o menos…
- Pues eso…
Entonces entendiste lo que les ocurría a tus dedos, los muy cabrones… Entendiste que iban beodos perdidos… Que se habían alcoholizado…
Y ahora, cómo demonios se lo explicas a su señoría…
Aunque…
Aunque, quizás, exista aún una luz de esperanza... Porque el meñique de su señoría está hurgándose la nariz y su índice y pulgar acaban de pellizcar a la fiscal/fiscala…
P.S.1.- No se preocupen. Ahora ya no usas gel para lavarte las manos. Aunque eso de lavarte con «Mistol» en estado puro provoca que mucha gente te mire de manera extraña…
P.S.2.- Tus manos se están recuperando. Asisten a terapia…
P.S.3.- Este artículo no pretende, en modo alguno, banalizar la pandemia, que exige, por parte de todos, una responsabilidad extrema. Tan solo ha querido provocar alguna sonrisa. Si únicamente en uno de tus posibles lectores se ha dado esa sonrisa te darás por sobradamente satisfecho. Porque es todo muy triste, demasiado, en demasía, pero toca sobrevivir…