He acabado el Camino de Santiago. Concretamente el Camino de Invierno, una variante que sale de Ponferrada, en León. Supongo que te lo habrán dicho, lo habrás oído o te lo imaginas, pero la experiencia de hacer cualquiera de las variantes de esta ruta es espectacular. Te pasas muchas horas en silencio, disfrutando del paisaje y acumulando, además de kilómetros, reflexiones y pensamientos para los que quizás no tienes tanto tiempo en el día a día. «El mayor miedo a la muerte es no haber vivido». En una de las pausas de una etapa, paseando por un cementerio, me encontré una lápida con esta inscripción. La firmaba Xosé López, un vecino de la remota localidad de Bendollo que vivió hasta los 105 años y que falleció en marzo de 2018. Al lado de esas palabras había el dibujo de una gaita, convirtiéndola sin duda en una tumba especial, diferente a las demás.
En el Camino conviven con mucha facilidad y naturalidad conceptos tan diferentes como son la vida y la muerte. La propia simbología que acompaña el hecho de caminar es la de ir avanzando en un camino que bien podría ser la vida, mientras descubres nuevos lugares, conoces gente nueva, te conoces y te conocen, a la vez que vas creciendo y cambiando. En el Camino, como en la vida, no eres la misma persona cuando empiezas que cuando acabas. Y no necesariamente hablo de lo místico. Como te comenté hace siete días, llegué a esta ruta sin tener que cubrir ninguna necesidad espiritual, solo porque me atraía mucho el reto y como lo había vivido la gente.
Recorrer 287 kilómetros en 10 días ha supuesto, en primer lugar, un gran desafío deportivo que luego se ha ido ampliando en el plano personal porque, como te decía, tantas horas caminando dan para plantearte muchas cosas. No creo que mi forma de ser haya cambiado, pero sí que creo que he llegado a conclusiones que marcarán de una forma distinta mi rutina. No he conseguido el secreto de la felicidad eterna pero sí que he pensado como lo puedo hacer para que en mi día a día tenga más tiempo para hacer aquello que me hace feliz. No he descubierto qué fue primero, si la gallina o el huevo, pero sí que tengo claro que tener una gallina en casa que te ponga huevos es una delicia.
He aprendido muchas cosas en estos diez días, entre ellas la lección de Xosé López. A veces obsesionarte por una cosa hace que se te pasen otras que te pueden hacer más feliz. No conozco como fue la vida de Xosé en un pueblo que en 2019 tenía 71 vecinos pero no puedo estar más agradecido por la herencia que nos dejó. Y no hace falta tener una vida espectacular marcada por el exceso, quizá basta con que seas un hombre feliz, en un pueblo de 60 habitantes, tocando tu gaita y su inconfundible melodía alegre para vivir de verdad antes de morir. .