Tan preocupados estamos por las formas del lenguaje, para que no discriminen, que no prestamos atención al contenido, que sí divide a las personas en las nuevas clases del siglo XXI. Las más altas son las que entran primero en el avión, se vacunan antes en algún país sin colas, tienen plaza en las salas ‘vip' y nunca hablan con un contestador automático para ser atendidos. Cosas de relativa importancia que diferencian los derechos de los privilegios. Sin embargo, las diferencias en la sanidad pública y universal han de medirse con otra vara.
Los jóvenes se han convertido, a su pesar, en protagonistas de la quinta ola, pero creo que es necesario poner la lupa en los viejos, porque son ellos los que asumen las principales consecuencias de la pandemia. Y no solo porque son los candidatos preferentes a las UCI, sino porque sufren la pérdida de calidad en la atención sanitaria.
Hoy, la esperanza de que te visite un especialista de la sanidad pública depende de que tu médico de cabecera incluya en el informe la palabra «preferente». Si es así, el protocolo es que te llamen en un tiempo máximo de quince días para darte cita. Si no recibe respuesta, el anciano, con un problema de salud que para él es importante, llama a su centro de salud. Y le informan que la mágica palabra «preferente» ha desaparecido de la petición. Uno de los especialistas la ha revisado y ha considerado que no es tan urgente. Cuando la sanidad padece saturación y estrés, lo que le pase a una persona de 85 años es fácil que no sea prioritario. Lo que se vio al principio de la pandemia, cuando los viejos infectados podían no ser preferentes para el ingreso hospitalario solo por cuestión de edad, se repite ahora, en una escala distinta. Todos los esfuerzos se centran en otras urgencias. Cuestión de prioridades y de preferencias.
Quizás, cuando llamen para concretar la cita con el especialista, en algún caso, nadie conteste al teléfono.