Da gusto volver al cine sin apenas restricciones. He esperado al estreno de mi nueva normalidad como espectadora para ver un título de esos que merecen pantalla grande, la última de Ridley Scott con guión de Ben Affleck, Matt Damon y Nicole Holofcener, “El último duelo”. La historia de la violación de una dama, basada en hechos reales, que se atrevió a denunciarlo en la Francia medieval; un ‘Me Too' en época oscura que a modo de resumen me hizo agradecer haber nacido aquí y ahora, a pesar de todo lo que aún tenemos que resolver.
Pero no es esta una crítica cinematográfica sino de cómo la experiencia se empaña por las triquiñuelas del negocio. Y es que no era consciente de cometer una ilegalidad por llevar mi botellín de agua en la mano y pretender que entrara conmigo en la sala. Tal es así que la botellita era perfectamente visible cuando podía haberla introducido, con premeditación y alevosía, en las profundidades de mi bolso. Así que fui advertida amablemente de que con agua no veía la película, que allí había un letrero bien grande que lo decía, eso sí, podía comprar la bebida en la tienda de chucherías y palomitas de la sala.
Como las restricciones de la pandemia ya no impiden beber y comer en el interior guardando las distancias, mi pregunta fue ¿por qué esta agua no y aquella otra sí? A lo que me respondieron “porque la nuestra está verificada”. No sé qué se comprueba ni cómo, lo que es cierto es que cuesta tres o cuatro veces más que la comprada en el exterior y aparentemente es la misma. Un argumento de lo más peregrino, cuando además existe un informe de la Agencia Española de Consumo sobre este tema, a raíz de consultas de una comunidad autónoma, y deja claro que el consumidor y usuario es libre de elegir el establecimiento donde compra la comida o bebida para consumirla en una sala de cine, en la que se permiten los productos comprados en el interior, lo contrario es una práctica abusiva. Comprarlos fuera no daña el desarrollo de la actividad, que es exhibir películas, o ¿cuál es si no?