El 22 de agosto del 2022 el mundialmente famoso profesor John Wilson estaba navegando con un grupo de bucitos por las costas de Menorca. El profesor estaba feliz con esa salida para ver el fondo marino después de haberse comido un menú económico en un pequeño restaurante donde practicó lo que él creía que era un castellano fluido, así que no entendió por qué la camarera hizo una mueca burlona cuando Wilson pidió de primero unas «almóndigas» y de segundo un «bacalado» con patatas. El neopreno le apretaba un poco, después de unas semanas en la Isla su perímetro estomacal había crecido considerablemente, pero al bueno de Wilson eso le importaba un carajo, no estaba dispuesto a que nada ni nadie le estropease esa inmersión.
Era un grupo pequeño, pero «por pequeño que sea un grupo humano siempre te tienes que encontrar un bobo», eso es lo que pensó Wilson cuando a la hora de embarcar vio a un hombre de mediana edad ultrabronceado, con un polo blanco impoluto, el cuello levantado como si estuviera almidonado, un reloj que debía costar lo mismo que un riñón en el mercado negro de trasplantes, unas gafas de sol que costaban más que una noche de juerga de las que se marca cualquier reyezuelo exiliado en dictaduras con petróleo, unos comentarios racistas, clasistas y machistas que avergonzarían a cualquier propietario de una plantación de algodón del siglo XVIII y un ansia viva por demostrar, en todo momento, que la pasta le salía por la orejas y que no había rincón del planeta que no hubiera pisado saltando de resort de lujo en resort de lujo. A pesar de que el patrón de la barca había nacido en Liverpool pero emigró con dos añitos a Cádiz, el ultrabronceado, con los dientes más blancos que los protagonistas de la película Crepúsculo, se empeñaba en hablarle en inglés para dejar patente que era políglota y por lo tanto arrogante y prepotente en varios idiomas.
Wilson respiraba hondo, siguiendo las pautas del libro que había escrito su colega el catedrático Peter Puturrú titulado «El noble arte de la inhalación-exhalación para no perder la paciencia con cualquier bobo que te quiera joder la tarde», para intentar conservar la calma ante tan patético personajillo. Cuando la barca pasó en frente de la playa de Son Bou el espécimen, nacido porque de todo tiene que haber en este mundo, soltó, engolando la voz de forma insoportable, la siguiente frase «Esto me recuerda a las Seychelles». Wilson se olvidó de la relajación, y hasta casi de respirar, y en un gesto que coreografió a cámara lenta al más puro estilo Tarantino, cogió su escafandra de buceo y le dio lo que técnicamente se viene llamando una hostia mientras le gritaba «Calla tú, cabeza de almóndiga». El resto de los bucitos se puso en pie y dedicó una ovación cerrada al profesor Wilson, que de esta manera escribió otra página dorada en su estrafalaria biografía.
Lo sé, queridos lectores, de esta historia podríamos deducir que la violencia soluciona algunos problemas, y caeríamos en contradicción con nuestros nobles principios pacifistas, eso estaría feo. Pero también podríamos deducir que si callamos cuando rebuzna la mala gente, los que odian a todo aquel que no piensa y actúa como ellos, les hacemos más fuertes, y parecen mayoría cuando no lo son, al fin y al cabo en aquella barca sólo había un bobo. Que cada cual saque sus conclusiones, o sus nuevas dudas, porque nadie tiene respuesta para todo, y si alguien les dice lo contrario salgan corriendo. Lúpulo y feliz jueves.
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