Espera, espera, espera… Acabo de leer que el «National Geographic» anuncia que el agujero de la capa de ozono se está cerrando más rápido de lo previsto. Resulta que los seres humanos lo estamos haciendo tan bien a nivel medioambiental y nos lo hemos tomado tan seriamente, que vamos a sofocar el problema antes de hora y con matrícula. Reconócelo, a ti te importa un pito el ozono, y has seguido usando desodorante de spray. ¿Verdad?
La capa de ozono tiene, entre otras funciones, la de frenar en casi un 100% los rayos ultravioletas que emite el sol para evitarnos una sensación que, sin experimentarla, ya te avanzo que debe ser bastante desagradable. Antes de que se inventase el Cambio Climático como arma de destrucción cansina para fijar el rumbo de la humanidad y de todas nuestras acciones que pudieran afectar al medioambiente, el epílogo fue la alarma del agujero de la capa de ozono.
La primera vez que oí algo sobre el temido agujero era un crío al que, mientras le iban explicando cosas, le venía la imagen de un agujero real que se iba haciendo cada vez más grande, como si el cielo estuviese roto y se fuera a caer a pedazos y las grietas fueran avanzando imparablemente. Imagino que la sobredosis de películas y series de alienígenas y cosas raras ayudaron a esa especie de paranoia preadolescente.
Recuerdo que en el colegio de La Salle Alaior estuvimos unos días tratando el tema sin llegar a la intensidad de la activista Greta Chunguer (Thunberg) y medidas que podíamos tomar para colaborar en el plan mundial que se estaba organizando para frenar semejante desastre apocalíptico. La seriedad con lo que nos lo llegamos a tomar se fue al traste cuando toda la explicación técnica se resumió (recuerda que éramos críos) en que la culpa era de los pedos.
Organizamos y encabezamos lo que sería algo así como un Comité de Vigilancia Contra los Pedos, un grupo de superiores héroes y heroínas de a pie, anónimos y sin súper poderes, que lucharía contra el despilfarro discriminado de flatulencias. «El planeta nos necesita», puede que llegásemos a pensar convencidos. El plan era perfecto y la implicación era máxima, superlativa incluso.
Entonces sonó la sirena del recreo, cogimos los bocatas y el balón y salimos a jugar como si el descanso fuese el verdadero fin del mundo y se tenía que aprovechar al máximo. Los goles dieron paso a la euforia y esta, a su vez, a la clásica guerra de pedos propia de los niños y se nos olvidó la responsabilidad que habíamos adquirido para con el planeta.
Puede que nuestro plan inicial tuviese alguna fisura y alguna flatulencia siendo niños, pero ahora, con perspectiva, podemos ver que tan mal no lo hemos hecho. Aunque un gran pedo conlleva una gran responsabilidad.
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