«Conviértete y cree en el Evangelio», nos dijeron al empezar la Cuaresma. Si queremos ser coherentes con la vida divina que, por el bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas, hemos de proseguir el camino normal, la plenitud de la vida cristiana, en que consiste la santidad. La Cuaresma nos brinda la oportunidad de examinar nuestra vida para comprobar si somos fieles a la doctrina y el ejemplo del Maestro, si su imagen se refleja en nuestra conducta.
El fuego del amor de Dios necesita ser alimentado y crecer cada día. «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz de cada día y sígame (Lc IX, 23)». La cruz de cada día, no solo en algunos momentos de la semana o en situaciones especiales de un pasajero entusiasmo, sino en toda nuestra actividad diaria profesional o familiar. La conversión es cosa que puede ser obra de un instante, la santificación es tarea, es lucha de toda la vida. Hemos de desear transformarnos de verdad, responsablemente, aprovechando la gracia que el Señor está dispuesto a darnos especialmente en este tiempo cuaresmal. Cristo nos quiere con un cariño inagotable, su ternura por nosotros no cabe en palabras.
El Señor que pide que nos convirtamos es nuestro Padre. Si consideramos nuestros pecados, nuestros errores, nuestro egoísmo, nuestra falta de generosidad Él está dispuesto a librarnos de ellos para brindarnos su amistad y su amor. La conciencia de nuestra filiación divina alegra nuestra conversión. Y así, con alegría, ningún día sin cruz. Hay que esforzarse para ser buenos hijos, que vivimos en su casa en medio del mundo, que somos de su familia, que todo lo suyo es nuestro y lo nuestro suyo. Él no se cansa de nuestras infidelidades, perdona cualquier ofensa cuando el hijo se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta abriéndonos los brazos con su gracia.
La vida humana es un constante volver hacia la casa de nuestro Padre, mediante la contrición y la decisión firme de mejorar nuestra vida, que se manifiesta en obras. Volver a la casa del Padre por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y hace que podamos llamarnos, y de ser, verdaderos hijos de Dios.
La Iglesia en salida, sinodalmente, nos recuerda la tarea urgente de estar presentes en medio del mundo, para reconducir a Dios todas las realidades terrenas. Lo cual sólo será posible si nos mantenemos unidos a Cristo mediante la oración y los sacramentos. Como el sarmiento está unido a la vid, así debemos estar nosotros cada día unidos al Señor, para liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo, con el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado.