Ayer fue el 8 de marzo, fecha secular convertida en un verdadero circo por los rifirrafes de unas feministas contra otras. Tras la efeméride persiste todo el dolor, la injusticia y la desigualdad que deberíamos combatir unidas. Pero esa es otra historia. Porque aunque estemos a punto de traspasar el primer cuarto del siglo XXI, para muchas cosas seguimos anclados en el medievo. Acabamos de verlo en el caso de la turista española salvajemente agredida por un grupo de animales en India. El suceso es terrible, de una gravedad extrema, y aunque la prensa intenta transmitirlo con objetividad, los comentarios de la gente corriente, los lectores, son flipantes. Ninguna compasión, cero empatía. Al contrario, la mayoría opina alegremente que se lo ha buscado, que para qué coño te vas a recorrer en moto ese país, esas regiones remotas y peligrosas.
Es decir, volvemos –en realidad nunca hemos salido de ahí– a culpabilizar a la víctima. ¿Cuál es ese hilo de pensamiento? Que la mujer debe quedarse en su casa, a lo sumo salir poquito y cerquita, no vaya a ser que el lobo feroz aceche tras la esquina. Lo de siempre. No culpar a los culpables, no señalar con el dedo acusador al brutal violador, sino a la víctima. Desde que las feministas gritan y las leyes, tímidamente, avanzan, la jauría de animales sedientos se ha hecho más fuerte, amenaza más, ataca a menudo. Las violaciones grupales parecen estar de moda, en cualquier ciudad, en el parque, en pleno centro, a la luz del día. Ya va siendo hora de discernir quién es el agresor y quién la agredida. Y tener claro que una mujer y un hombre, cualquiera, tienen derecho a viajar, a ir y a estar donde les dé la gana. El problema no son ellos, sino los otros. Los malos.