El gobierno real, como sabe cualquier individuo medianamente activo, lo lleva a cabo ese inapelable departamento de Hacienda que, aglutinando los tres poderes, dicta las normas, las aplica, sanciona su incumplimiento y es el auténtico árbitro real ante los pequeños contenciosos. Debe ser por eso que el resto de la actividad gubernativa puede centrarse en la folclórica y lúdica actividad de aplicar a la realidad la sociología más ramplona y casposa de la que tengamos recuerdo (y a algunos la memoria nos alcanza bastante hacia atrás).
Vivimos una auténtica orgia política, que no ha hecho más que aumentar, desde que algún avispado «cazapalabras», de los que merodean por los entornos administrativos, tuvo la feliz ocurrencia de aunar la técnica y la conciencia con aquello de la «ingeniería social». La traducción a nuestro idioma del engendro resultante es que se administra tratando por todos los medios de imponer la ideología de un grupo -no importa como de mayoritario- sobre cualquier otra forma alternativa de aproximarse a la realidad.
Y como toda idea, incluso la más desafortunada, es susceptible de llevarse a la práctica de la forma más burda -sobre todo si cae en las manos de estos chiquillos con las llaves de los palacios que nos desgobiernan- hemos llegado a esta absurda situación en que las personas sensatas tuercen el gesto cuando se les habla de política: -«Yo eso no lo sigo. Yo de eso no entiendo»-. El tono con que lo dicen, entre educado y burlón, es exactamente el mismo con el que despachaban, en su momento, los intentos de entablar conversación sobre Lola Flores (¡faraona ella!) o la Pantoja, temas que tampoco seguían con demasiada atención y que, por cierto, tenían bastante que ver con aquello de hacienda que decíamos al principio.
Entre el ridículo confinamiento que se ha auto infligido nuestro presidente y del que ha surgido con las más extravagantes de las opiniones sobre la naturaleza de la condición femenina, pasando por las famélicas opiniones de cuñado de barrio expuestas por el Ministro de Cultura en cuanto a toros y otros festejos; y llegando al quejumbroso Ministro de Transportes que con un lado de la boca condena el cotilleo y con el otro lo practica a escala global, no cabe otra que asumir que quien se burla de uno por intentar hablar de estas cosas, lleva más razón que un santo.
Por si alguien todavía persistiera en el error de considerar serio, interesante o participativo todo este proceso, digamos, democrático de las reflexiones presidenciales y las elecciones continuas para aportar balones de oxígeno o hundir en la miseria a los distintos equipos, se acompaña de imágenes de adhesiones inquebrantables, como las de la calle Ferraz reconvertida en Plaza de Oriente, o de caricaturas de ministros aterrorizados ante la posibilidad de contraer alguna responsabilidad más allá de las declaraciones intrascendentes y contritas a los chicos de la prensa.
Desde luego, debe entenderse la despreocupación de nuestra ciudadanía en cuanto a las conclusiones de estos debates de sociología folclórica sobre el matrimonio, la tauromaquia, la patria chica, el consumo de estupefacientes más allá de nuestras fronteras… Y todas esas otras pequeñeces que, a poco que llueva, se convierten en fango.