Es una pena. Los dispositivos que nos rodean y que nos consumen una cantidad diabólica de tiempo hacen que no prestemos atención a la vida. Porque la vida es eso que pasa mientras no estamos consultando ninguna red social y que se nos escapa con la misma fragilidad que lo hace un puñado de arena que se va colando entre nuestros dedos sin que podamos hacer nada. Y no hacemos nada.
Los puñeteros cacharros se han vuelto necesarios e imprescindibles, aunque nos resulte odioso reconocerlo o intentemos convencernos y convencer a otros de que a nosotros no, que somos nosotros los que decidimos que lo podemos dejar cuando queramos. No, no podemos. Ya sea por trabajo –mi caso–, por hobby –mi caso también– o porque nos parece de vital importancia resolver a golpe de Google como se llama aquella actriz cuyo nombre tenemos en la punta de la lengua, pero no quiere salir, cuánto tardan los huevos duros en cocerse o si los peces duermen en su constante ir y venir bajo el agua. O cualquier chorrada por el estilo.
La tecnología nos ha facilitado mucho la vida, sí, pero también nos la ha complicado. Somos menos listos, más vagos y tenemos menos capacidad de concentración porque el simple gesto de sacar el teléfono para cualquier consulta nos ha vuelto yonkies de lo inmediato. Casi no tenemos paciencia ni para hacer la cola en la panadería si a la persona de delante le cuesta decidirse y nos entra la sensación de que estamos perdiendo el tiempo en nuestra vida pero, por el contrario, somos capaces de pasarnos 30 minutos mirando en la pantalla vídeos que nos aparecen y que, en teoría, no tendrían que interesarnos. Ahí, por ese recoveco de 30 en 30 minutos es por donde la vida se diluye de verdad.
Tardamos miles, millones de años en que apareciera alguien con el talento de Mozart, por ejemplo, para componer su música, una inteligencia como la de Marie Curie y sus dos Premios Nobel, o como el ingenio de Cervantes para escribir las aventuras y desventuras de Alonso Quijano, y en apenas una generación todo se ha ido al traste porque muchísima más gente de la que nos imaginamos prefiere invertir su tiempo en buscar recetas absurdas que nunca o casi nunca va a hacer, que en sentarse delante de un papel y explicar cómo se siente para escribir el próximo best seller.
Puede que el que pudiera ser el siguiente Mozart ahora mismo esté mirando el móvil para saber cómo se hace arroz a la cubana, o que la próxima Curie esté consumiendo sin piedad ‘memes' de gatitos o que el siguiente Cervantes esté intentando conquistar a su ‘crush' diciéndole «la bida es hinkreible a su ladoh, bro». Porque sí, el próximo Cervantes escribirá «asín», aunque duela.
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