A mediados de los 70 y hasta bien entrados los 80 uno debía convivir con la resignación que supone observar el reinado permanente del rival por antonomasia y asumir la condición de eterno segundón, como definía mi tío al FC Barcelona de aquella época para hurgar en la herida del que suscribe.
Eran años oscuros para la culerada yerma de títulos. Quizás por ello facciones del barcelonismo se aferraban al «més que un club» para darle otra dimensión menos deportiva y más reivindicativa contra el franquismo aunque igual de estéril por más que se vieran banderas catalanas en el Nou Camp, que sí era un hecho relevante en aquellos tiempos.
Sea ese madridismo sociológico en el que se refugió este invierno el presidente Laporta para desviar el fracaso o la mano amiga arbitral que siempre aparece cuando la necesita, lo cierto es que casi medio siglo después da la sensación de que somos tal como éramos entonces, el mismo club normalmente a la sombra de su rival ancestral.
El fútbol, lo más importante de lo menos importante, como diría Arrigo Sacchi, tiene registrada la marca del Real Madrid como su mejor exponente de grandeza. Es difícil hoy discutirle la condición de mejor club del mundo por los triunfos que jalonan su historia en blanco y negro y en color. Ese palmarés inigualable retroalimenta el interés de la clase empresarial y política que sigue medrando a su alrededor y en el palco del majestuoso Santiago Bernabéu, del que por supuesto también se beneficia el club de Florentino Pérez.
Liquidado el esplendor de la era Cruyff, Guardiola y Messi, a uno le empieza a quedar la triste percepción de que los logros de esos tres capítulos, quizás los mejores desde la fundación del Barça en 1899, han sido un sueño para volver donde estábamos y con el enemigo a punto de ganar la decimoquinta copa de europa. Es la dolorosa realidad.