Cada día que pasa tropezamos con motivos más abundantes de contrariedad al examinar el devenir diario de los asuntos públicos. Me pasa a mí al reflexionar sobre el tema y sin duda les pasará a ustedes al asomarse a los periódicos, a los noticiarios de radio o televisión. Los comentarios domésticos y las tertulias amistosas que he podido conocer así lo certifican. Es evidente que, a los ojos de los espectadores, la política ha dejado de ser una realidad ilusionante para convertirse en un panorama desolador, que escasamente atrae nuestro pensamiento, como no sea para lamentarnos, quejarnos, criticar o ignorarla. Ocurre aquí, allá y más lejos todavía.
Los españoles que ya tenemos algunos años (un eufemismo para no andar pregonando pura y simplemente que somos viejos) le tenemos mucho respeto a la democracia. Es lo que ocurre cuando se han vivido unos cuantos años sin sus efluvios, incluso viendo cómo se arremetía contra ella y se pretendía envilecerla con adjetivos desdeñosos. Los gerifaltes la calificaban de «fórmula decadente y caduca», de lo que se hacía eco la prensa, pero al mismo tiempo intentaban adaptarla a las singularidades del régimen que nos imponían con esos añadidos de «democracia orgánica», que corregía los seguros desmanes que nos proporcionaría su presentación desnuda.
Pero después de una corta transición, llegó hasta nosotros en buenas condiciones, quizá con los esperables defectos con que la retorcemos para que se adapte a los gustos y réditos que ansiamos obtener. ¿Ha mejorado el concepto y su realización práctica con el paso de las décadas? ¿No parece que se desgasta y corrompe, sin que se vea un final más acorde con nuestras necesidades e ideales?
La democracia la destruyen desde las poltronas quienes aseguran representar las virtudes del sistema y sin embargo la están utilizando para su propio beneficio. La arruinan quienes solo atienden a las formas externas, porque se imponen sobre el pueblo para ejercer un dominio dictatorial. La erosionan desde los partidos mayoritarios en un intento de extraer el máximo provecho para sus fines, pero sobre todo por los que se hallan en los extremos, los que no ocultan el hecho de que no creen en ella y sin embargo están dispuestos a entrar en el sistema para destruirlo desde dentro.
Podría parecer que toda la culpa recae sobre los partidos políticos y los líderes que gobiernan el mundo, que sin duda son culpables en gran medida de su deterioro, pero todos deberíamos examinar la parte en la que fallamos. No actuamos bien cuando nos desentendemos de lo que ocurre a nuestro alrededor, cuando optamos por no votar o no atendemos debidamente a la papeleta que llevamos a la urna, cuando no estamos dispuestos a colaborar en los trabajos comunitarios, cuando ni siquiera buscamos estar correctamente informados sobre lo que se halla en juego, cuando dejamos solos a quienes dan un paso al frente, cuando les criticamos desde la distancia o les desairamos con nuestras mofas…
Queramos o no, que más bien no queremos, no es lícito evadirse, porque aquí todos debemos cargar con nuestra responsabilidad y aceptar llevar esa mínima carga a que nos obliga el ser solidarios con nuestros conciudadanos. Ponía énfasis Manuel Ramírez en que «los ciudadanos son llamados a ser sujetos activos de la vida política y no meros espectadores», algo elemental que no cumplimos ni de lejos: en verdad, eludimos comprometernos y preferimos poner oídos sordos. Es mucho más cómodo ver los toros desde la barrera y gruñir luego porque todos lo están haciendo mal.