¿Cómo es posible que la máxima aspiración de un sinfín de gobernantes sea alcanzar el poder por encima de todo y mantenerse en la poltrona la vida entera, arrastrando por el fango a quien se oponga, si es que alguien osa oponerse? ¿Tanta fascinación ejerce, tan fuerte es la necesidad de dominio que algunos sienten? ¿No encontrarán aspiraciones más nobles ni actividades más placenteras? ¿Les fascinaría, de pequeños, el situarse por encima de los demás, dirigir los juegos, humillar a los más débiles, torturar animales…? Tal vez no, pero algo se trae aprendido y ya sólo es cuestión de desarrollar esos instintos de caudillaje y tiranía.
Los que nos hallamos al margen de esta sobrecarga y la contemplamos a distancia, podemos pensar que se trata de aberraciones, que sólo excepcionalmente se producen en el mundo, pero la realidad es mucho más compleja y despiadada. En primer lugar, el número de los dirigentes que imponen un poder ilícito, de entrada o de salida, es abrumador. Si examinamos los países que lo sufren en el presente o han pasado por este infortunio en los últimos cincuenta años, caeremos en la cuenta de que son pocos los que se libran. En algún momento han tropezado con los mesías dispuestos a redimir a sus súbditos, los que se presentan como personas dispuestas a formidables sacrificios en favor de la mayoría.
En segundo lugar, cada uno de ellos ha elegido un método diferente para intimidar, pero en todos los casos, aunque se aparente lo contrario, ha supuesto una elevada carga de sufrimiento para la población. A esta no le sale gratis el soportar el peso de quien exige ser llevado en andas. Un golpe de Estado, una guerra, contribuciones económicas insoportables, renuncia a derechos personales y colectivos, desprecio a los subordinados… en definitiva, ser despojado de la condición de persona, desposeído de todo lo que la justicia reconoce en beneficio de los ciudadanos. Y además con la humillación de haber sido doblegados abusivamente por el individuo, grupo social o clase que proclama su superioridad, sin respeto ni miramientos con el conjunto.
La imposición puede ser violenta y en ese caso todas las bofetadas caen sobre la misma mejilla, pero en multitud de ocasiones se presenta como regalo generoso con que el poder obsequia, en flagrante contradicción con la realidad. Actúan con engaños, unos más sibilinos que otros, pero engaños al fin, y cuando quieren darse cuenta de la trampa en la que se ha caído es demasiado tarde y no hay manera de librarse de ella. Hay quien no le basta una vida entera para desembarazarse de tal opresión y sueña con que sus hijos o nietos puedan disfrutar de una vida plena.
De la misma manera que algunos son víctimas de una adicción -al juego, al alcohol o al sexo, por ejemplo- hay quien se enrosca con la erótica del poder: es lo que le domina, quizá porque no le queda otra en la que se sienta más dichoso. Todas las seducciones son peligrosas, porque suponen un daño para la persona y su entorno, pero las que tienen como objetivo el ejercicio de un poder absoluto, lo son todavía más, ya que su dominio se expande y apresa a multitudes. No parecen darse cuenta del dolor que causan, porque lo que les mantiene erectos es mostrar su poder sobre la masa.
No es una afección minoritaria, sino absolutamente asentada, que se produce a los más altos niveles, pero también a otros a ras del suelo, casi ridículos. ¿Cómo es posible que se busque ejercer dominio sañudo al frente de una familia, de una pequeña empresa y hasta de una comunidad de vecinos? Pues lo estamos viendo cada día y hay que ver con qué vehemencia se lo toman algunos. Y como no hay conciencia del perjuicio que causa, en un entorno más o menos amplio y doméstico, no se busca una solución eficaz.