Hay quienes no quieren que el teatro pase de ser mero entretenimiento. Es una opinión que hay que respetar, por supuesto, pero no necesariamente compartir y mucho menos apoyar. Limitarlo exclusivamente a eso es negar la realidad de un arte que lleva más de 2.500 años cuestionándonos, haciéndonos preguntas, obligándonos a pensar. Porque esa es la responsabilidad del teatro: cuestionarnos, cuestionar nuestro mundo y nuestra forma de relacionarnos con él. Un teatro que no escandaliza, que no cuestiona, que no nos remueve de nuestros asientos, que no agita nuestros pensamientos, que no nos hace sentir bien, mal, alegres, tristes, felices o jodidos, no pasa de ser simple entretenimiento. Existe la percepción de que los dramas son teatro aburrido, teatro que no todo el mundo está dispuesto a ir a ver. «Ya tengo bastantes problemas en mi vida como para que vengan estos a plantearme más», suelen pensar los que jamás pisan este tipo de teatros, los que eligen no pensar, los que solo quieren pan y circo, los que temen el pensamiento crítico y la libertad.
La sociedad de hoy parece buscar cada vez más el entretenimiento. Y se da la paradoja de que, en este mundo nuestro de mero entretenimiento, la censura y la autocensura, están castrando hasta la comedia más ligera. No se puede ofender, escandalizar, molestar al espectador que ha pagado por pasar un buen rato. Prohibimos cosas en la ficción que no censuramos en la realidad. Escandaliza más un chiste que el asesinato de una mujer, se habla más de ese chiste que de los cientos de mujeres asesinadas por la violencia machista. Quienes se escandalizan con ese chiste y niegan la violencia machista están imponiendo un discurso de odio a todo lo que no representa sus valores. Condenan a quien piensa diferente, destrozan con sus críticas obras de teatro que ni siquiera han visto, ni verán ni por supuesto, permitirán que sus vecinos vean. Es la crítica preventiva, la aniquilación del pensamiento, la victoria del miedo sobre la libertad. Muchos de nuestros teatros públicos están hoy en manos de gente así, gente que solo programa pan y circo y veta cualquier atisbo de pensamiento crítico y de libertad. Las elecciones les han dado la potestad de programar nuestros teatros y de decidir qué ven sus vecinos y qué no. Es una forma de manipulación que, gracias a nuestra estulticia, puede perpetuar su poder en las urnas y la sumisión en nuestras cabezas. Por eso, ni en dictaduras ni en democracia, el teatro, la cultura, debe estar en manos de los políticos.