El presidente Trump ha despertado a Europa de su torpor. Bienvenido sea, porque un tratamiento más suave no hubiera surtido efecto. Ahora se trata de construir una Europa que tenga su peso en el mundo. Bien está, pero tengamos presente que Europa no será una realidad hasta que nos atrevamos a ir al fondo de la cuestión: ¿qué tenemos en común los europeos?¿Cuáles son las raíces de Europa?
El embrión de Europa es la Cristiandad. Su primera forma política es el imperio carolingio. En aquellos tiempos, un súbdito romano nacido en la actual Hungría podía llegar a ser venerado en toda Europa (San Martín); un nativo de los Alpes italianos (San Anselmo) podía enfrentarse, como arzobispo de Canterbury, a un danés, Guillermo, conquistador de Inglaterra; un pastor de cabras nacido en el Languedoc y educado en Ripoll podía llegar a ser coronado Papa en Roma (Silvestre II). Europa era entonces una realidad viva. ¿Se imagina el lector algo semejante en la Europa de hoy?
Durante siglos, la vida cotidiana de nuestros antepasados estuvo marcada por prácticas comunes; los acontecimientos importantes de su vida eran celebrados con idénticos ritos. Sobre todo, compartían unas mismas creencias y una misma doctrina. Esa doctrina daba a la vida un propósito común, la salvación. Pese a sus deficiencias y abusos, la Iglesia católica, Iglesia de la ayuda mutua y del perdón, colmaba las necesidades que todo ser humano tiene, en mayor o menor medida, de una vida espiritual.
Nuestras raíces han sufrido muchos golpes desde entonces. La Reforma protestante dividió por primera vez la Cristiandad occidental; más tarde, el nacimiento de los Estados-nación convirtió Europa en un magma de países que lucharon entre sí por la hegemonía o por su supervivencia. Pero lo decisivo ha sido la desaparición paulatina de la religión, y con ella de la vida espiritual, de la vida ordinaria. El proceso ha sido gradual: las creencias se olvidan, la doctrina no se enseña, las prácticas se abandonan y los ritos se convierten en acontecimientos sociales (las bodas). Hoy desaparecen los restos de la moral que nos dejó la religión a manos de una economía que se revela despiadada en busca del beneficio.
No hemos logrado llenar el vacío espiritual con los frutos de un progreso material nunca visto hasta ahora. Estamos sumergidos en un entorno que nos aísla unos de otros, que destruye nuestra cultura; desconcertados y aparentemente indefensos, en ese remolino buscamos un punto de apoyo, una referencia. Descubrimos que perseguir nuestro propio interés no nos une, nos enfrenta: la mágica promesa del libre mercado resulta ser una utopía. Nuestro desconcierto es tal, que algún científico social opina que estamos presenciando el suicidio de Europa. Por momentos, el sentido común parece sugerir lo mismo. Pero no hay que precipitarse. La experiencia más inmediata nos recuerda que a cada noche sigue un día, aunque no sepamos cómo será, y algo de modestia nos sugiere que es muy poco lo que sabemos. Esa combinación de confianza y modestia es el germen de la esperanza, que no es el opio del pueblo, ni un bálsamo para ingenuos, sino una virtud que hay que cultivar.
Estos días nos invitan a aislarnos del ruido de la superficie para retomar contacto con lo más profundo que hay en todos nosotros, donde se hallan las raíces de la verdadera unidad y la verdadera paz. ¡Buena Pascua!