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Doler y remover

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Con la muerte del Papa se apaga una voz que logró incomodar a muchos de los que rezan fuerte pero se implican poco. Su periodo quedará como uno de los más humanos y valientes que ha conocido la Iglesia católica. No por milagros ni pomposidad sino por recordar que el Evangelio habla de los pobres y no de banqueros. Fue el primer Papa no europeo. Su perspectiva venía de las villas miseria, de la desigualdad que no se maquilla ni con dogmas ni con incienso. Habló de migrantes, de justicia social, del cambio climático, de tender puentes. No es extraño que la derecha española, siempre tan dispuesta a saltar a la mínima, anclada en la tradicionalidad y suspicaz ante cualquier modo de apertura, lo recibiera bajo el foco de la sospecha. Un Papa que no bendice el mercado es poco menos que un infiltrado. Le llamaron comunista y peronista. Le acusaron de politizar la fe, como si Cristo no hubiese echado a latigazos a los mercaderes del templo. Inquietaba su claridad, que no se pusiera al lado de los más fuertes, que en lugar de pontificar desde un pedestal caminara entre refugiados y olvidados tratándoles de dar luz. El papa Francisco sabía que la Iglesia debía pisar el barro para que el mensaje de Cristo tuviera algo de sentido, debía doler y remover. Y así actuó, dando ejemplo. A muchos les pareció de escándalo porque nunca pringarían sus zapatitos de charol. A otros les dio esperanza de cambio. Lo peor es que se va el único Papa de carne y hueso, cercano, crítico y molesto para los que quieren una marioneta pontífice que sea manipulada a su antojo bajo sus designios. Algunos, con una ironía que no disimula su anterior hostilidad, evocan su figura con un respeto tardío, como si la muerte absolviera las críticas previas, manifestando una contención que roza la indiferencia. Y eso es lo más positivo que nos debe quedar de él y de lo que debería sentirse más orgulloso.

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