Hace ya tiempo que trabajo en aprender a meditar. Creo, a pies juntillas, en los beneficios que tiene la meditación y aunque aún lo practico poco, ya lo noto. En este momento, participo con un equipo de neurólogos proyectando un estudio científico sobre las cefaleas y la meditación.
La mente puede ser un territorio en el que descansar… o perderse. Es más, como expresó John Milton en el siglo XVII, y sigue siendo una verdad rotunda hoy, «la mente puede ser el infierno o el paraíso».
Porque si algo hacemos los humanos —mucho más que otros animales— es pensar sin parar, rumiando lo que pasó o anticipando lo que quizá nunca suceda. Nos cuesta estar en el momento. Nos cuesta parar.
La neurociencia lo confirma: una mente que divaga constantemente es una mente menos feliz. En 2010, un grupo de investigadores de Harvard realizó un estudio pionero a través de una app para teléfono móvil. Participaron más de 5.000 personas de 83 países. La pregunta era sencilla: «¿Estás pensando en algo distinto a lo que estás haciendo ahora?». La mayoría contestó que sí.
La única actividad en la que la mente parecía estar realmente presente —con los cinco sentidos— era hacer el amor. El estudio concluyó que cuanto más divagamos, menos felices somos.
Y, sin embargo, pensar también nos ha llevado lejos: inventar, descubrir, avanzar. El problema no es pensar. Es no poder dejar de hacerlo, incluso cuando nos agota. Ese ruido mental constante, esa sensación de estar atrapados en nuestra cabeza, es lo que desgasta, sobre todo a quienes conviven con la soledad, con la pérdida o con el miedo. Muchas personas mayores lo verbalizan:
«No consigo dejar de pensar». Y lo que piensan les duele.
¿Cómo podemos encontrar calma en medio de ese ruido? La respuesta no es nueva, pero hoy más que nunca es urgente: parar, conocerse, dejar de buscar fuera, porque la respuesta está en nosotros mismos.
La meditación, la oración y el silencio consciente, son prácticas que nos invitan a volver al cuerpo, al presente, al «aquí y ahora». Lo que tantas tradiciones espirituales enseñan desde hace siglos, la ciencia ahora lo avala. Momentos como la contemplación, la adoración o la respiración atenta ayudan a que la mente divague menos y, por tanto, a que seamos más felices.
2 El escritor Pablo d’Ors lo explica con una imagen preciosa: dice que el cerebro tiene dos estados, el vagabundo y el peregrino. El vagabundo se dispersa, va sin rumbo, se pierde. El peregrino, en cambio, camina con sentido, busca hacia adentro. Un estudio de Harvard cifraba en un 47% del tiempo la cantidad que pasamos en ese estado de mente errante. ¡Casi la mitad de nuestra vida despierta! ¿No merece la pena entrenar la otra mitad?
La neurocientífica Nazareth Castellanos nos recuerda que el cerebro no trabaja solo. Está en constante diálogo con el cuerpo, con el corazón, con los intestinos. Somos un sistema interconectado, y por eso lo que pensamos se nota en lo que sentimos. Y viceversa.
No se trata de dejar de pensar, sino de aprender a observar los pensamientos sin que nos arrastren, sin vivir permanentemente en lo que fue o lo que podría ser. Parar no es perder el tiempo. Parar es empezar a vivir.