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Dos miradas ante el escándalo político

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Los políticos honestos -nadie duda de que los hay- andan estos días mustios y desmoralizados: lo que les ha caído encima es más de lo que se puede soportar. Todos saben que lo destapado en esta semana supera lo que los ciudadanos merecen aguantar, pues las ondas expansivas de las corrupciones llegan a todas partes y terminan salpicando incluso a los que toman el sol en una orilla alejada.

El aprovechamiento indebido del dinero público o privado, logrado desde posiciones de poder que permiten presionar a los incautos o favorecer los intereses propios no es un fenómeno nuevo que nos asombre. Ha ocurrido en todas las épocas, porque el afán de enriquecerse, saltando por encima de cualquier cortapisa, es un fenómeno consolidado en el tiempo: así ocurrió en los años de la II República, durante el franquismo y ha irrumpido con energía en la época de la transición y con la democracia bien asentada. Ha tentado a individuos de todas las tendencias y hemos podido conocer cómo se embarraban gentes de derechas y de izquierdas, sin que los ideales que dicen sostener fueran un obstáculo para los latrocinios.

Llevamos muchos días atosigados por la vergüenza de estar asistiendo a un espectáculo bochornoso, tantos días y con tantas sorpresas que resulta cargante escuchar nuevos detalles sobre lo que se oculta en esa ciénaga pestilente. Por eso solo vamos a incidir en dos aspectos descollantes que merecen el que nos detengamos brevemente.

Hace años escribía el periodista Patxo Unzueta que «algunos estudios empíricos sugieren que la opinión pública no reacciona tanto contra los episodios de corrupción como contra la forma en que el Gobierno se enfrenta a ellos» (en el «Diccionario político y social del siglo XX», 2008, p. 311). Eso es precisamente lo que está fallando ahora. Contemplar cómo el presidente del Gobierno se defiende como gato panza arriba ante cada uno de los escándalos que le circundan, a la gente le llama la atención. Más todavía, le irrita y le exaspera, porque no cree que sea posible mantenerse al margen de lo que se ha movido a su alrededor. Ante semejantes desbarajustes, sólo caben dos actitudes: el presidente realmente no lo sabía, lo cual nos hace pensar que «estaba a por uvas»; o el presidente era conocedor de lo que algunos de sus compañeros y amigos estaban maquinando y no reaccionó. Es lo que se llama un dilema, porque en cualquier caso el presidente no desempeñó con solvencia el cargo que se le había encomendado.

En cuanto al segundo aspecto, debemos tener en cuenta que a todos los escándalos no siempre se les aplica la misma gravedad, pues por lo general depende de la criminalización con que le marquen los medios de comunicación. La actitud de la prensa (ya sean los redactores o los propietarios de las cabeceras) influirá sensiblemente para que la reacción de la población alcance un nivel u otro. Según Jiménez Sánchez, «las condiciones para la publicación radican en que el personal del medio tenga alguna implicación en el conflicto de que se trate, o bien que alguno de los participantes en el proceso de la toma de decisiones en el periódico tenga alguna predisposición a ver la conducta en cuestión como corrupta» («Detrás del escándalo político», 1995, p. 41).

Por supuesto que puede haber diferentes enfoques ante lo que ocurre, pero cuando se produce tanta coincidencia en señalarlo como un cataclismo es porque existe una apreciación general sobre los efectos devastadores de semejante descubrimiento. No se trata de una denuncia aislada (y partidista), sino un reconocimiento de unánime descalabro.     

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