En política, cambiar de opinión puede ser signo de madurez. Pero cuando ese cambio contradice principios constitucionales defendidos durante décadas, y se realiza sin autocrítica, lo que estamos presenciando no es evolución, sino claudicación. Eso es exactamente lo que ha hecho el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) con su giro radical a favor de una ley de amnistía que, hasta hace muy poco, consideraba frontalmente incompatible con la Constitución.
Hasta septiembre de 2023, el PSOE rechazaba abiertamente la amnistía para los encausados por el procés. Pedro Sánchez fue categórico en TVE: «La amnistía no cabe en la Constitución». Félix Bolaños lo repitió. Carmen Calvo lo afirmó como vicepresidenta: «La amnistía sería ilegal e inconstitucional». ¿Qué ha cambiado desde entonces? ¿La Constitución? No. Lo único que ha cambiado es la necesidad desesperada de mantenerse en el poder, incluso a costa de arrodillarse ante quienes intentaron romper el orden constitucional.
Esta amnistía no es un gesto de concordia ni una medida de pacificación. Es el precio pagado por siete votos de partidos que siguen defendiendo la autodeterminación y que no solo no se arrepienten, sino que redoblan su desafío. Es un pacto de impunidad a cambio de poder. Un acto de rendición legislativa que erosiona la igualdad ante la ley y dinamita la separación de poderes.
El rechazo a esta ley no proviene solo de la oposición política o del poder judicial. También emana de las voces más autorizadas del socialismo histórico. Felipe González, expresidente del Gobierno, ha sido tajante: «La amnistía es inconstitucional, no tiene encaje legal y supone una ruptura del equilibrio del Estado de Derecho». Su vicepresidente durante años, Alfonso Guerra, ha ido más allá al afirmar que «el Gobierno ha dinamitado la Constitución» y que «esto no es ya un cambio político, es un cambio de régimen».
También Nicolás Redondo Terreros, expulsado recientemente del PSOE por criticar la amnistía, ha recordado que «no se puede defender la democracia arrodillándose ante quienes quieren destruirla». Tomás Gómez, exlíder del PSOE madrileño, lo expresó con crudeza: «Esto es una traición sin precedentes a los principios del partido y a millones de votantes». Juan Carlos Rodríguez Ibarra, expresidente extremeño, no se ha mordido la lengua: «Nunca pensé que mi partido acabaría legislando al dictado de un prófugo de la justicia».
Y qué decir de Joaquín Leguina, presidente socialista de la Comunidad de Madrid durante doce años, que calificó la ley de amnistía como «una vergüenza democrática» y advirtió: «El PSOE ha dejado de ser un partido constitucional». Paco Vázquez, exalcalde socialista de A Coruña, lo ha resumido con amargura: «Estamos asistiendo a la desnaturalización absoluta del PSOE. Esto no es socialismo, es oportunismo sin alma».
¿Y la actual dirección del partido? Silencio. Sumisión. Obediencia ciega. La vieja guardia socialista ha sido barrida sin contemplaciones, sustituida por portavoces de argumentario que repiten mecánicamente que «la amnistía favorece el reencuentro» o «garantiza la estabilidad». ¿Qué estabilidad puede construirse sobre el desprecio al poder judicial, la mentira electoral y la fractura territorial?
La Constitución es clara: el artículo 62.i prohíbe los indultos generales. Aunque jurídicamente la amnistía no sea lo mismo, su efecto práctico es idéntico: borrar penalmente actos delictivos mediante una ley ad hoc para beneficiar a unos pocos. ¿Dónde queda entonces la seguridad jurídica? ¿Dónde el respeto a las resoluciones judiciales? ¿Dónde el principio de igualdad ante la ley?
El viraje del PSOE no solo supone una traición a la Constitución, sino también a su electorado. Ningún votante socialista acudió a las urnas pensando que su voto serviría para amnistiar a Puigdemont o sentar en la mesa de negociación a quienes quieren romper España. Pedro Sánchez negó explícitamente que fuera a hacerlo. Hoy sabemos que mintió. Y lo hizo deliberadamente. No hubo líneas rojas. Solo un objetivo: perpetuarse en el poder.
Este giro ha dejado al PSOE irreconocible para millones de sus antiguos votantes. Ya no es el partido que impulsó la transición, ni el que defendió la unidad constitucional desde los gobiernos de González. Es un partido entregado al tacticismo, dependiente de minorías antisistema, desfigurado por el sectarismo y el cortoplacismo.
Lo más grave no es que se apruebe una ley injusta —aunque también—, sino que se institucionaliza una forma de gobernar que desprecia el Estado de Derecho, que margina a los jueces, que castiga a quienes defendieron la ley y premia a quienes la vulneraron. Y que, por si fuera poco, inaugura una era de excepcionalidad jurídica bajo apariencia de legalidad parlamentaria.
Frente a todo esto, solo cabe la denuncia, la movilización y la memoria. Recordar lo que el PSOE defendía antes de necesitar los votos de los que quieren destruir España. Porque como dijo George Orwell, «el lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato respetable». Y esta ley de amnistía es exactamente eso: una mentira revestida de normalidad institucional.
Hoy, más que nunca, hace falta valor para defender lo evidente. Y lo evidente es que esta amnistía ni es reconciliación, ni es progreso, ni es justicia. Es la rendición del Estado ante el chantaje. Y es el PSOE el que ha firmado esa rendición.