Aristóteles sostenía en su Política que «el demagogo es quien, al no tener poder real, busca el favor de la mayoría para dominar a la minoría sabia». Si el filósofo pudiera observar la carrera política de Francina Armengol, probablemente encontraría en ella el prototipo moderno de ese dirigente que, sin conquistar la victoria electoral por sí misma, ha sabido ascender a los más altos cargos institucionales gracias a su habilidad para navegar los equilibrios internos del poder.
Francina Armengol no ha ganado jamás unas elecciones con mayoría propia. Ni en su Inca natal —donde Pedro Rotger del Partido Popular la superó sistemáticamente— ni en el ámbito insular ni en el autonómico. Tampoco, por supuesto, ha contado nunca con el respaldo mayoritario del electorado nacional. Sin embargo, ha sido presidenta del Consell Insular de Mallorca, presidenta del Govern Balear y hoy ostenta, nada menos, que la presidencia del Congreso de los Diputados, tercera autoridad del Estado, después del Rey y el Presidente del Gobierno. Un recorrido notable, y a la vez paradójico, en el contexto de una democracia representativa.
Este ascenso no se debe a su gestión ni a una trayectoria electoral arrolladora, sino a su valor como figura útil dentro de un ecosistema político que ha hecho del pacto con los extremos y del acomodo ideológico su norma de funcionamiento. Desde sus inicios en el socialismo balear, fue una de las jóvenes promesas apadrinadas por Xisco Antich. Hija del farmacéutico Armengol, histórico dirigente socialista de Inca—carrera que ella misma cursó pero nunca ejerció—, Francina optó desde temprano por una vida dedicada exclusivamente a la política institucional.
Plutarco decía que «el carácter de un hombre se conoce por sus elecciones». En el caso de Armengol, sus elecciones políticas han sido claras: aliarse con las fuerzas nacionalistas y de izquierda radical que han condicionado, legislatura tras legislatura, el tablero político balear y nacional.
Su llegada a la presidencia del Congreso fue posible gracias al apoyo de una mayoría construida por Pedro Sánchez que incluía a los independentistas catalanes, a EH Bildu y a Podemos, principalmente; esto por no hablar del sumiso Sumar. En ese papel, no dudó en asumir sin dilación decisiones controvertidas, como la implantación de los pinganillos en la Cámara Baja para el uso de lenguas cooficiales, medida adoptada sin un verdadero debate ni acuerdo previo, y que ha contribuido a una mayor fragmentación simbólica del foro parlamentario nacional.
Maquiavelo advertía en «El Príncipe» que «quien se convierte en príncipe por medios ajenos debe saber que lo que se le dio con facilidad, se le quitará con la misma rapidez si no lo sabe mantener». Esa es, quizás, la gran incógnita que rodea hoy la figura de Francina Armengol: ¿qué quedará de su presencia institucional cuando el equilibrio de fuerzas que la sostiene cambie? ¿Podrá mantener su posición sin el abrigo del actual sanchismo, o sin la presión constante de los socios que ahora la respaldan? No importa. Lo que si ya ha conseguido es que tendrá paga vitalicia para el resto de sus días
Platón, en «La República», defendía que el gobierno debía estar en manos de los más sabios, no de los más hábiles en el arte de congraciarse. Y sin embargo, en la realidad cotidiana de la política española, la destreza táctica parece pesar más que la solidez intelectual o la legitimidad democrática directa. Francina Armengol representa, en este sentido, un ejemplo singular: una dirigente que ha escalado a lo más alto del aparato institucional sin haber vencido en las urnas, pero sí gracias a su capacidad para entender la lógica interna del poder y la oportunidad. No es el único caso. En el PP también encontramos, no a este nivel, casos parecidos.
Y aquí me permito una consideración personal. Mi relación política con Francina Armengol ha sido siempre correcta, cordial, y, me atrevería a decir, casi de amistad. La conocí hace muchos años, hemos compartido espacios, conversaciones y momentos de debate siempre desde el respeto y la cercanía personal. No tengo ningún reproche humano que hacerle, más bien al contrario. Pero precisamente por esa consideración que tengo hacia su persona, creo que esta valoración objetiva de su trayectoria política es no solo legítima, sino necesaria. No se trata de juicios personales, ni de entrar en consideraciones privadas, sino de analizar su recorrido político desde la perspectiva institucional y democrática.
Y en ese análisis, lo que emerge es una trayectoria marcada por el sectarismo ideológico en la gestión, por una apuesta permanente por el bloque más radical del espectro político y por una desconexión persistente con la voluntad mayoritaria expresada en las urnas. Ahora bien, no se puede negar que ningún otro político balear ha alcanzado el nivel de representación institucional que Francina ha logrado: presidenta de todo, electa directa de nada.
Su trato personal, afable y dialogante, no debe ocultar el hecho de que su legado político es, en buena medida, el reflejo de una estrategia de fidelidad partidaria y de servicio al diseño estratégico del poder central. Su historia es una rara síntesis entre derrota electoral y victoria institucional. La encarnación de una figura política que, sin triunfos populares, ha sabido colocarse en la cúspide del sistema representativo.
La victoria de una perdedora. Un caso de estudio para futuras generaciones. Y una reflexión necesaria sobre cómo la democracia puede, a veces, premiar más la docilidad que la meritocracia. Todo sea dicho con el máximo respeto.