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A verlas venir

El escritor que veía venir a otro Hitler

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Hace apenas un mes que desapareció uno de los novelistas más reconocidos de los últimos cincuenta años. Lo suyo no era la literatura, sino la acción vertiginosa, la intriga inquietante, el espionaje intrincado. Frederick Forsyth no buscó desenvolverse a través de la belleza literaria, algo que no le tentaba en absoluto. Le resultaba más atractivo abrir los ojos de sus contemporáneos, mostrándoles el mundo del poder y del dinero que se esconde bajo apariencias banales y elevadas dosis de agresividad. Si inició este camino fue porque abandonó el periodismo y tenía que salir adelante como fuera: es que, en los medios que le contrataron, le obligaban a presentar unos hechos en la línea que interesaba a los poderosos, que no siempre coincidía con lo que detectaba sobre el terreno. Probó con la novela («Chacal», 1971) y con ella inició un camino que le iba a reportar grandes éxitos de ventas, pues sus historias iban a captar la atención de millones de lectores. Pero eso no lo sabía en los comienzos. Tampoco sus editores.

Entre ensayos de enjundia y obras con una poderosa carga literaria, a muchos nos gustaba desengrasar con novelas relajantes y las de Forsyth te llevaban por esta senda. También he tenido ocasión de entrevistarle y la impresión que saqué de tales encuentros me reafirmaron en su poderosa capacidad para abordar cuestiones de peso con tramas que se desenvolvían entre realidad y ficción: el efecto buscado es que el lector no lograra averiguar dónde se situaba una u otra y lo solía conseguir.

Cuando en 1999 publicó «El manifiesto negro», en la que recrea la eclosión de un dictador en la Rusia postsoviética, lanzaba apreciaciones atrevidas que entonces eran juzgadas con escepticismo, pero que ahora son contempladas de otra manera. Es lo que tiene el anticiparse con juicios que en un primer momento puede pensarse que no tienen razón de ser, pero pasa el tiempo y se descubre que algunos han dado en el clavo. Así sucedía con las novelas de Forsyth, en general. En esta se arriesgaba a vaticinar lo que podría sobrevenir al dejar a Rusia en manos del entonces desconocido Putin: a él no se le escapaban los rasgos perniciosos que ya asomaban.

Afirmaba, por ejemplo, que la derecha ultranacionalista estaba creciendo al mismo ritmo que el hambre y la desilusión en el pueblo ruso: «Observo en Rusia los mismos signos anteriores a la aparición de Adolf Hitler en Alemania. Si ha de salir de algún sitio, será de Rusia, porque allí se están dando las condiciones sociales y políticas precisas. Si la economía cae, la inflación se dispara y crece el descontento popular, solo faltará que la derecha encuentre su líder» («Tiempo», diciembre de 1996).

Le preguntaban, al publicar dicha novela, sobre la posibilidad de que el caos de la antigua Unión Soviética provocara la aparición de un nuevo Hitler y su respuesta fue que tal vez el escenario que pintaba era pesimista, pero no irreal: «Viven en una tremenda inflación y el orden civil no está asegurado. Cuando esto ocurre, la población se orienta hacia un extremismo. Es lo que ocurrió en Alemania en 1931 y 1932. Si esto pasa, solo hay dos extremismos: el comunismo y el fascismo que procede del ultranacionalismo. Se olvida que un tercio de los alemanes apoyaron al comunismo primero y al poco aplaudían a Hitler y al nacionalsocialismo» («El Correo de las Letras», enero de 1997). En esa línea se manifestó en diversas ocasiones: «Creo que podría surgir un líder carismático que agrupara a todos esos nacionalismos extremistas y acabara por controlar el poder» («Qué leer», enero de 1997). Han pasado treinta años desde entonces y no parece que se haya equivocado.

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