Vivimos en una época que aplaude -con razón- a la mujer capaz, decidida, que trabaja, cuida, lidera y sostiene. Pero en esa exaltación de la fortaleza femenina se esconde una paradoja: cuanto más fuerte se muestra una mujer, más se asume que no necesita apoyo. Su coraje se confunde con invulnerabilidad. Su entrega, con autosuficiencia. Su constancia, con falta de necesidad de afecto.
He conocido muchas mujeres así. Mujeres que sacan adelante un negocio, una familia, una vida entera. Que no se quejan porque creen que no pueden; que no piden porque sienten que no deben. Que no lloran, no por no sentir, sino por no inquietar a los demás. Mujeres perfeccionistas, autoexigentes, que han aprendido a no fallar, pero no siempre han aprendido a ser cuidadas.
No todas las mujeres viven esto del mismo modo, por supuesto. Las hay que han sabido trazar sus límites, que no temen mostrarse vulnerables ni pedir ayuda, y que construyen vínculos sanos desde la reciprocidad. Otras han optado -consciente o inconscientemente- por una actitud más sumisa o acomodaticia, cediendo el protagonismo emocional o relacional a su entorno. Pero muchas otras -silenciosas, eficientes, aparentemente invulnerables- siguen atrapadas en un guion que no escribieron, pero que aprendieron a interpretar con maestría. Y en ese papel, ser la que sostiene se convierte en una carga que nadie cuestiona.
Este no es un tema que solo tenga que ver con la mirada externa o con lo que otros, especialmente los hombres, no ven. Tiene mucho que ver también con cómo nosotras mismas hemos aprendido a asumir el rol del sostén. A dar sin medida, a ser imprescindibles, a sentirnos culpables por necesitar. Callamos. Nos convencemos de que «estamos bien», que «no es para tanto», que «ya pasará». Pero callar durante demasiado tiempo da lugar a explotar en el momento menos esperado, cuando nadie entiende qué ha pasado, y se suma entonces la incomprensión: se nos ve desbordadas, imprevisibles, y hasta se nos atribuye un cierto grado de locura o de histeria. Como si lo que estalla fuera repentino, y no el resultado de silencios acumulados.
Contrastando el punto de vista de este artículo, un amigo me decía: «Eso también nos ha pasado a los hombres. Nosotros también hemos sostenido familias sin que nadie nos pregunte cómo estamos». Y tiene razón: durante décadas, muchos hombres han cargado con el deber de proteger y sostener, sin que se reconociera su fragilidad. Pero creo que no es lo mismo. A ellos, culturalmente, nunca se les exigió además ser el alma emocional del hogar, los cuidadores principales, los gestores de la ternura cotidiana. Nadie les pidió ser eficientes y a la vez afectivos, exitosos y además disponibles emocionalmente, fuertes pero sin fallar nunca en casa. La mujer, en cambio, ha asumido durante años ambos papeles. Y ese doble rol, muchas veces no negociado, tiene un coste profundo que sigue siendo difícil de poner en palabras.
Hoy en día, muchas mujeres jóvenes han aprendido a implicar más a su entorno en las responsabilidades del cuidado. Y cada vez más hombres se sienten cómodos en ese papel, compartiendo desde otro lugar, más afectivo y corresponsable.
En «Lo que el viento se llevó», Escarlata O’Hara representa a una mujer que, pese a su coraje para sobrevivir, oculta una sensibilidad que lucha por ser vista y comprendida. Cuando una mujer lidera, su entorno suele asumir que no necesita nada. La pareja que deja de decir «te quiero». Los hijos que se acostumbran a su firmeza. El equipo que dirige sin preguntarle cómo está. Y ella, en ese espacio de exigencia no negociada, va apagando su necesidad de ser abrazada, escuchada, reconocida. Porque ser fuerte parece incompatible con decir: «yo también necesito que me cuiden».
¿Cuántas relaciones mueren por falta de ternura, no de amor? ¿Cuántas mujeres emocionalmente solas sostienen a los demás mientras nadie las sostiene a ellas?
Necesitamos aprender a mirar con otros ojos. A ver que la mujer fuerte no es invulnerable. Que detrás de su eficiencia puede haber soledad. Que el verdadero vínculo no se basa en dar por hecho, sino en cuidar, escuchar y reconocer. Las mujeres que sostienen su entorno también necesitan ser sostenidas. Pero para que eso ocurra, nosotras también tenemos que hacer el esfuerzo de mostrarnos vulnerables, de dejar de pensar que pedir es fallar, de romper el pacto del silencio autoimpuesto. Porque nadie puede cuidar lo que no ve. Y a veces, para ser vistas, también tenemos que aprender a bajarnos un poco del pedestal.
«Para amar, hay que ser fuerte; para ser fuerte, hay que haber amado» escribe Clarissa Pinkola Estés en su libro «Mujeres que corren con los lobos». Estés lo dice con claridad: No hay contradicción entre fortaleza y vulnerabilidad. El problema es que muchas veces ni siquiera nosotras mismas nos permitimos mostrar esa complejidad.