En el año 2030, cuando España ya no era un país sino una sucursal administrativa del Consorcio Ibérico de Gobiernos Globalmente Alineados (CIGGA), seguía en el poder una figura cuasi-mítica que había conseguido burlar el paso del tiempo, el desgaste político y hasta el sentido común: el Gran Sultán Pedro I, Señor de la Moncloa, Califa de la Agenda 2030 y Custodio de los Pactos de la Nada.
Instalado en su fastuosa corte de la Moncloa —una fortaleza de hormigón blanco con jardineras de pensamiento único y alfombras que amortiguaban toda disidencia—, Pedro había logrado una hazaña digna de los antiguos cronistas mamelucos: convertir un partido político otrora obrero en una orden militar de lealtad absoluta y cortesana disciplina. Los más sabios del lugar no lo llamaban presidente, sino Sultán del Reinado Interminable, maestro de la autoproclamación y del cesarismo sin toga.
Al igual que los mamelucos del siglo XIII, los mamelucospedristas no eran herederos de una ideología, sino productos manufacturados de obediencia. Reclutados desde pequeños en las escuelas de oratoria hueca y retórica líquida, se les enseñaba a hablar sin decir nada, a asentir sin pensar, y a aplaudir incluso cuando no se decía nada digno de aplauso. El ritual era claro: cada aparición del Sultán debía ser seguida de una ovación perfectamente sincronizada, con lágrimas opcionales pero preferidas.
2 LA HISTORIA dirá que los mamelucos originales derrotaron a los mongoles y a los cruzados. Los mamelucospedristas, por su parte, se especializaron en derrotar a las hemerotecas y a los principios. Su mayor proeza fue inventar una maquinaria ideológica que permita a un gobierno decir hoy lo contrario de ayer, mientras se defendía que ambos días fueron coherentes, históricos e inclusivos.
Sin embargo, lo más fascinante de esta nueva casta de guerreros cortesanos era su procedencia. Algunos eran politólogos de televisión reconvertidos en jinetes del consenso obligatorio; otros, veteranos de derrotas electorales a los que se les prometió un retiro digno en alguna embajada climática. Pero el grupo más fiel y voraz era el conocido como los «Cien del Estómago Agradecido»: voluntarios de última hora que, temiendo perder su puesto en la corte del Sultán, juraron lealtad eterna a cambio de fuero, fondos, subvenciones y alguna que otra plaza blindada.
Estos cien, que ni son tan pocos ni tan discretos, forman el cuerpo de élite conocido como la Guardia Afirmativa. Su tarea no es combatir amenazas reales (ya que la oposición se encuentra convenientemente desactivada, secuestrada o cooptada), sino aniquilar cualquier sombra de crítica, ironía o discrepancia que pudiera perturbar la serenidad palaciega. Armados con tweets programados, dosieres personalizados y un dominio envidiable del arte del victimismo preventivo, se convierten en verdaderos custodios de la Verdad Oficial del Día.
2 CADA MAÑANA, en la sala del Consejo Irrefutable, Pedro I emergía envuelto en su capa de datos seleccionados y comenzaba su monólogo diario sobre la democracia, la justicia social y el precio del melón. Al final de cada discurso, uno de los cien estómagos agradecidos debía entonar el Himno del Mameluco Postmoderno, cuya letra variaba según las encuestas pero cuyo estribillo siempre era el mismo: «Si lo dice el Sultán, será por el bien común, aunque parezca mentira o sea del todo incomún».
Es más, en este sultanato, los antiguos valores como la disidencia interna, el debate o la conciencia han sido desterrados por considerarse instrumentos del neoliberalismo reaccionario. La meritocracia ha sido sustituida por la «afinidad estratégica» (léase: sumisión), y la gestión pública por la «narrativa progresista de hechos alternativos», que suena muy bien pero nadie sabe de que se trata.
Por su parte, los cronistas —pocos, ancianos y clandestinos— cuentan que en épocas remotas, los partidos eran espacios donde se pensaba, se discutía, incluso se disentía. Pero esos eran tiempos salvajes y desorganizados, antes del advenimiento de la PaxPedriana.
Aun así, en los márgenes del imperio, algunos susurraban que el régimen tenía grietas. Que entre los militantes, algunos con silla palaciega y los cien agradecidos, había mamelucos pedristas que empezaban a cuestionar si el sol realmente salía por orden del sultán. Que algunos antiguos barones, ahora exiliados en la Península de la Nostalgia, soñaban con volver y plantar un argumento en el desierto de las consignas. Pero sus voces eran rápidamente etiquetadas de traidores o peor aún: de tecnócratas independientes y fachas. Que se lo pregunten a Nicolás Redondo o a Joaquín Leguina, por poner dos nombres emblemáticos.
Y entonces, en una fecha señalada por los astros y por el calendario de subvenciones, Pedro I anunció que se presentaría de nuevo a la reelección de sí mismo. Nadie dudó de cuál será el resultado. Después de todo, ¿cómo podía fallar un sistema en el que el voto era libre, secreto y perfectamente conocido por los encargados de repartir los favores y además cuenta con urnas tras de las cortinas?
Y es así como su último gesto del día es simbólico. El sultán, en su balconada de mármol reciclado, alzó la mano y exclamó: «¡Soy el escudo de la democracia! ¡El guardián del relato! ¡El último mameluco del socialismo sentimental!». Abajo, su ejército de mamelucos respondieron al unísono: «¡Larga vida al sultán de la Moncloa! ¡El pueblo está contigo, aunque no lo sepa!»
Y así continuó el reino, sostenido por algoritmos, aclamado por obedientes y defendido por cortesanos que no necesitaban razón, solo un poco más de tiempo…, un buen asiento cerca del poder y seguridad para la subvención. Advertencia: Todo parecido con la realidad del actual Presidente Sánchez es pura coincidencia, si bien esta coincidencia es muy certera. ¿No les parece…?
Con este comentario me despido hasta principios de octubre Dios mediante y el director del diario «Menorca»… claro.