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Administración en Menorca: más grande… pero no mejor

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La mayor empresa de Menorca —y seguramente de cualquier lugar de España— es la administración pública. En 2024 ha alcanzado los 5.203 trabajadores. Uno de cada cuatro asalariados de la Isla es funcionario o personal laboral público al finalizar el año. Incluso en plena temporada turística, con el sector privado en su pico, el 15 % de la plantilla insular sigue siendo pública.

Pero este crecimiento no se ha traducido en una atención más ágil, eficiente o cercana. Quien haya pedido una licencia, tramitado una ayuda o intentado resolver un expediente lo sabe: la administración es hoy más lenta, más enrevesada y más distante.

La tan anunciada «simplificación administrativa» parece aplicarse sobre todo para facilitar la vida de la propia administración, no la del ciudadano o la empresa. La digitalización ha sido un avance para algunos, pero un muro para otros, deshumanizando la relación con la institución. Antes, la administración local era la «casa del pueblo»; hoy, muchos ciudadanos tienen dificultades para entrar… o se encuentran con un formulario on line imposible de completar.

Ejemplos sobran: la ley concede a la administración seis meses (y sus prórrogas) para resolver, mientras que al ciudadano se le otorgan apenas 10 o 15 días para responder o aportar documentos. Si el procedimiento se alarga, no es raro tener que empezar de cero porque la normativa ha cambiado. Y cuando la administración incumple plazos, no ocurre nada; si lo hace el ciudadano, hay multas, recargos o denegaciones, siempre con un coste añadido para la empresa.

Este es un juego desigual en el que siempre pierde el mismo: el ciudadano. Y si en el ámbito empresarial ya es frustrante, en el social puede ser incluso más grave e irreversible.

El exceso de celo y garantismo, sumado a la picaresca de unos pocos, ha levantado un muro de trámites que ralentiza cualquier decisión. En vez de controlar y sancionar a quien incumple, la administración revisa preventivamente miles de expedientes… la mayoría en regla.

Reducir esta burocracia infinita pasa por implantar el silencio administrativo positivo, con garantías legales, y reconocer el papel de técnicos cualificados —arquitectos, ingenieros, etc— para validar solicitudes. Así se agilizarían procesos, se aligeraría la carga y se reduciría el tamaño de la administración, responsabilizando al administrado de lo que presenta.

También urge desregular. Hoy es casi imposible cumplir con toda la normativa: las nuevas normas no sustituyen a las viejas, sino que las modifican, amplían o retocan. La interpretación depende demasiado de quién atienda el caso, lo que genera resoluciones distintas para supuestos idénticos y una inseguridad jurídica asfixiante.

Es incomprensible que una empresa deba renovar cada año una autorización para la misma actividad, con la misma documentación, si nada ha cambiado. Revisar papeles idénticos año tras año no añade seguridad, pero sí consume tiempo, recursos y paciencia.

Los empresarios —y los ciudadanos— necesitan una administración que deje de mirarse el ombligo y empiece a mirar a quienes la sostienen. Que el aumento de personal se traduzca en soluciones reales, no en más ventanillas, papeles y esperas. Una administración que acompañe y no que frene.

Porque mientras la economía necesita moverse, la burocracia sigue sentada. Porque mientras el ciudadano cuenta días, la administración cuenta expedientes. Porque la paciencia tiene un límite, pero los retrasos parecen no tenerlo.

No pedimos imposibles, sino lo lógico: una administración que sirva, no que se sirva de nosotros. Que recuerde que su trabajo no es llenar carpetas, sino vaciar la cola de espera.

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