Camino de Bruselas, Salvador Illa recordó aquel aserto de Santa Teresa de Jesús según el cual el único defecto del cuerpo humano era el de su incapacidad para controlar la mente, a la que calificaba como «la loca de la casa». De hecho, por la mente del político no hacían más que pulular sapos. Los que había tenido que tragar y el que se iba a tragar al cabo de unos minutos, el peor. Pero Pedro Sánchez era mucho Pedro… Sin saber muy bien por qué evocó viejos refranes y antiguas sentencias que, en su infancia, había aprendido y asumido. Actualizó, por ejemplo, aquella frase de Méndez Núñez: «El Gobierno, el país y yo preferimos más tener honra sin barcos que barcos sin honra». No así su gobierno, ni él mismo. Tan solo el país. Y, de repente, se sintió sucio. No faltó tampoco aquel «donde dije digo, digo Diego». Y la «loca de la casa» prosiguió, irrefrenable: «Torra empieza el curso político yendo a visitar a Puigdemont y, por lo tanto, poniéndose a sus órdenes.
Eso no es lo que le conviene a Cataluña. Torra está subordinado a Puigdemont (…) Hay que denunciar este intento constante del independentismo de desprestigiar la democracia española, el Estado de derecho español y el poder judicial». Eso le había dicho a su antecesor. Y ahora, él, Illa, era Torra. ¡Maldita hemeroteca! De los sapos surgían palabras como vejación, agravio, incoherencia, afrenta, venganza y un largo etcétera.
Una Cataluña y su máxima representación institucional iban a ser humilladas al cabo de unas pocas horas. ¿Normalización? A nadie le interesaba, porque esta se mudaba, para ambos bandos, en la excusa perfecta para sus inconfesables trapicheos…
Pero Pedro era Pedro… ¿Por qué se sentía tan sucio? Y siguió visitándole el pasado: sus educadores, el refranero, la educación recibida de sus padres y aquellas dos frases demoledoras sobre la dignidad: «La dignidad no tiene precio. Cuando alguien comienza a dar pequeñas concesiones, al final, su vida pierde todo sentido» (J. Saramago); «Cualquier hombre o institución que trate de despojarme de mi dignidad, fracasará» (N. Mandela). ¿Era tan solo la suya la que iba a perder? ¿O también la de lo que él representaba?
Su mente se llenó de barcos…
En la capital belga, a pie de avión, le aguardaba un coche pseudo-oficial. El conductor le abrió la puerta trasera. Pero Illa optó por no entrar. Despidió al conductor no sin antes encargarle que le comunicara a don Carles que, finalmente, no acudiría a la cita… Ya de regreso a su tierra, comprobó como los sapos ya no jugueteaban por su conciencia, como ya no navegaban barcos por su alma. Y se sintió limpio… La voz de Pedro, iracunda, no tardó en hacerse oír. En pleno vuelo. Lo más amable que le vomitó fue: «me equivoqué contigo. Tu conciencia te hace débil». Durante el trayecto, Illa anheló que Patxi López recordara el día en que portó sobre sus hombros el féretro de un compañero asesinado por ETA y reaccionara; que Óscar Puente entendiera que la misión de un ministro no era provocar, sino gestionar con eficacia; que María Jesús Montero asumiera que, ante Hacienda, todos deberíamos de ser iguales, que…
Quizás Pedro –concluyó– no fuera tan Pedro. De hecho, tal vez bastaría con un David movido por la fe y una honda. Y un efecto dominó…
* * *
Te despertaste. Había sido, el tuyo, un sueño agridulce. Dulce por su belleza, agrio porque únicamente había sido eso: un sueño. Ese que, sin embargo, hubiera podido ser realidad… Goliat seguía sin tener a un David que se le enfrentara, a pesar de lo que estaba en juego... Mucho… Demasiado.