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Muertos

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No voy a hablar de la vuelta ciclista. Ni de Eurovisión. Voy a hablar de muertos. De los muertos israelíes. Y de los muertos de Gaza. De los 66.000, según su Ministerio de Salud, o los 680.000 que calcula la relatora de la ONU sobre Palestina que han sido asesinados en la Franja. De todos, pero especialmente de los niños, ni idea cuántos, cerca de 18.500, según cifras oficiales; aunque la cifra real podría llegar a 380.000 menores de 5 años, según Francesca Albanese. Una masacre que cae sobre la conciencia humana como una pesada losa. Porque mirar para otro lado ante esta barbarie implica una complicidad delictiva. Claro que es necesaria la denuncia, de gobiernos y de ciudadanos. Bien por esos que no se callan. Conmueve especialmente la movilización que impulsa la ideología de la compasión y la indignación, convocada con la autoridad popular.

Son tan impactantes como necesarios los informes que documentan la brutalidad. Como el del doctor Raúl Incertis Jarillo, desplazado para ayudar a recomponer vidas que nunca debieron romperse. Las imágenes y los testimonios son fundamentales para depurar responsabilidades y juzgar en la Historia. Eso lo saben los que matan periodistas. En 10 meses, 252 informadores.

Así que Gaza es una de esas geografías donde la vida no se mide en años, sino en segundos de tregua. Donde la infancia se evapora antes de pronunciar sus primeras palabras completas y donde los periodistas, en lugar de contar la historia, se convierten en parte de ella. La barbarie allí se instala, con la naturalidad del polvo que cubre las ruinas tras cada explosión.

Los niños, que deberían contar estrellas, cuentan cadáveres. Se refugian en sótanos que huelen a miedo, con la ingenuidad enterrada. Y cada cuerpo pequeño que desaparece entre los escombros es un futuro anulado. En esos nombres tachados prematuramente, el mundo sigue pasando página como si fueran notas al pie en un libro demasiado incómodo de leer.

Los periodistas cargan con el peso de ser testigos molestos. Son faros que alguien se empeña en apagar para que la oscuridad no tenga fisuras. Cada objetivo destrozado es un ojo cegado al planeta, un espejo quebrado donde la verdad se fragmenta en mil trozos. La bala que atraviesa a un reportero no solo perfora un cuerpo: amordaza preguntas, desdibuja denuncias, borra futuros titulares que jamás llegarán a imprimirse.

La barbarie es así: no solo mata, sino que silencia. Pretende instalar el olvido como segunda piel. Porque sin niños no hay futuro, y sin periodistas no hay memoria. Gaza se convierte, entonces, en un lugar suspendido, un páramo donde el eco de las voces truncadas se multiplica, pero no alcanza a atravesar los muros de la indiferencia internacional.

En el mapa del dolor, Gaza es la herida que nunca cierra. Y tal vez algún día, cuando ya no queden niños que sueñen ni periodistas que cuenten, comprendamos que en ese silencio absoluto habremos firmado no solo su epitafio, sino también el nuestro.

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