Hace diez años, justo este mes, que el cuerpo del pequeño sirio Aylan Kurdi fue fotografiado, en la orilla de una playa de Turquía. Si lo hubiese rescatado algún barco, como el «Open Arms» por ejemplo, quizás hoy cumpliría 13 años en una escuela de Alemania. En realidad, su muerte fue útil, durante un tiempo, al menos. La fotografía removió conciencias en todo el mundo. Pero de las emociones a las reacciones a menudo hay un trecho insalvable. Quien reaccionó fue Ángela Merkel, la última líder de verdad de esta Europa arrodillada. Mientras la Hungría de Víktor Orbán, entonces ya en el poder, echaba a los refugiados sirios, Merkel abrió las puertas, primero a un tren que transportaba a 3.000 de ellos. Su discurso solidario despertó una oleada de voluntarios en su país. Se construyeron centros de acogida que todavía se utilizan. La gran mayoría de «los 3.000 de Merkel» están integrados. Más del 70 por ciento son trabajadores por cuenta ajena, la misma proporción general del país.
Merkel es pasado. Aunque no me la imagino haciendo la pelota a Trump en uno de sus campos de golf, sino con una posición firme y erguida, como la de Xi (China) o Modi (India), la verdad es que su país le ha dado la espalda. Su partido, la CDU, considera que se equivocó con la acogida de migrantes refugiados, incluso que les engañó, y por eso han cambiado el discurso. Por eso y porque la ultraderecha de AfD no para de crecer. Hace cuatro días en las elecciones municipales de Renania del Norte-Westfalia, el mayor estado del país, han triplicado los votos. Es preocupante que la política que debería ser un referente moral en Europa haya sido borrada de la memoria democrática. Sin muros éticos como el que ella podría representar, hoy el odio al inmigrante sigue avanzando hacia la meta.
No solo hay que preguntarse quién se acuerda hoy de Aylan, sino si alguien dedicará unos segundos a pensar en el cuerpo descompuesto que el miércoles llegó a la orilla de Es Talaier. Solo sabemos que era una mujer.