Si pienso en alguien impresentable, siempre acude a mi cabeza la jeta de Aznar, que vuelve al escenario con su verbo impostado advirtiendo, como no, que una derrota de Israel o una victoria de Rusia causaría un problema de «dimensiones incalculables». Tal vez lo afirma por experiencia propia, por los estragos que causó a este país que dice que tanto quiere. Como buen prestidigitador de trolas, habla desde un púlpito de sensatez como si nuestra memoria hubiese sido borrada con cada mentirijilla que va soltando. Fue él quien nos metió en la guerra de Irak con el cuento de las armas de destrucción masiva. Él, quien en un acto de auténtico bufón, se fotografió en las Azores, mientras se preparaba una invasión que arrasó con un país entero y desató una ola de terrorismo y caos. La confianza en un líder se construye sobre la transparencia, un valor que Aznar pisotea cada vez que abre esa boquita de embustero que exhibe. Su credibilidad se vio todavía más minada con el intento de su gobierno de manipular la verdad tras los terribles atentados del 11-M, la obscenidad de convencernos de que fue obra de ETA. Manipular el dolor ajeno para salvar unas elecciones.
Tampoco se debe olvidar a los diputados de su Gobierno condenados que fueron unos cuantos. Ahora pretende dar lecciones, erigirse en autoridad sabia y no es más que un merluzo con ínfulas mesiánicas, cuyas declaraciones no pueden ni deben desvincularse de un pasado plagado de engaños y una notoria falta de respeto por los ciudadanos a los que supuestamente debía servir. Un patrón de comportamiento que prioriza la conveniencia sobre la verdad. El espejo de esa derecha rancia que nunca pidió perdón porque nos considera lacayos de su cortijo. El líder de una derecha que nunca asumió responsabilidades de una mentira que costó demasiado.