Los grandes líderes del mundo, si repasamos una historia de siglos, no han sido más que una excepción en el devenir de una sarta de mediocres e indeseables que han llevado a sus países a la desgracia. Reconozcamos que no es fácil gobernar imperios y naciones, que la calidad de ciudadanos y súbditos deja mucho que desear a la hora de dejarse conducir hacia metas de convivencia y superación, pero los resultados saltan a la vista y los millones de muertes traumáticas o las vidas arrastradas que han sufrido billones de personas nos pone ante una situación más que lamentable. No hace falta retroceder diez siglos, porque solo es cuestión de echar los ojos a pasear y comprobar que los acomodados somos una minoría sobre el planeta y ni siquiera sabemos si esta suerte nos acompañará por mucho tiempo.
¿Quiénes dirigen el mundo en el momento presente? Dejemos aparte el sector europeo, que no estamos mal, aunque columpiándonos en la cuerda floja, y observemos el liderazgo de los presidentes norteamericano, ruso, chino o israelí. ¿De cuál de ellos nos fiaríamos si nos propusiera la compra de un coche usado? ¿No estamos temiendo que en cualquier momento tomen una decisión atrabiliaria, que sea del signo que sea, nos hace recelar sobre algún mal que sobrevendrá, porque no cabe esperar que tengan ideas plausibles o solidarias?
No es una cuestión de mayores o menores conocimientos o habilidades, sino de temple e integridad y eso no abunda. O tal vez se pierde cuando uno atrapa un sitial, por encima de cualquier otro, pensando que llegar a tales alturas no es consecuencia de una casualidad, sino fruto de los propios méritos, inmarcesibles y perdurables. Entre el autoconvencimiento de las eximias cualidades y el prestar oídos a los halagos de quienes les rodean es difícil que un individuo se mantenga incólume. Necesariamente caerá en la trampa de creer que sus ideas son las mejores o que tiene derecho a imponer sus criterios, por encima de lo que dicta el sentido común o el consejo de los sabios, aquello que en otros momentos habría visto como aceptable.
El narcisismo y la megalomanía suelen ser características comunes en este tipo de gobernantes. Y eso lleva a una deriva dictatorial, a sentirse legitimados para imponer lo que en su mente se concibe como sumamente deseable para el conjunto, pero que en la mayoría de los casos a quien favorecen es al líder y sobre todo a los grupos dominantes que le aúpan con zalamerías y astucia. No importa el mal que causan con tal de salirse con la suya, con tal de imponer los mayores daños a los que consideran enemigos y etéreos beneficios a los súbditos (piensan que tal vez no los vean en un principio, pero lo apreciarán en el futuro: error y cinismo avasalladores e irritantes).
«El poder y su búsqueda es tan consustancial a la vida política que puede ser considerado como el principal motor de sus protagonistas», anota Jorge Sobral en «Psicología política» (1988). Para lograrlo se valen de una masa inerme que se pone en sus manos incondicionalmente: cuando la realidad les abra los ojos será demasiado tarde y aún entonces tratarán de justificar su ciega adhesión con débiles y distorsionadas razones, esas que solo les convencerán a ellos. Así ha ocurrido desde el principio de los tiempos y así continúa aconteciendo en el presente. Mientras tanto nos arrojarán migajas para que nos entretengamos y una multitud les agradecerá su generosidad, cuando a duras penas les están permitiendo sobrevivir.