Juan del Val se alza con el Premio Planeta y el país entero se divide entre quienes aplauden el cheque y los que afilan la navaja. Cada otoño ocurre lo mismo. Un premio millonario, una foto reluciente de sonrisa dentífrica, una novela de infinitas páginas y un jurado que, casualmente, siempre acierta con quien ya estaba en todas las quinielas. Es evidente que el Planeta no versa sobre literatura, es marketing con tapa dura. Se convierte en un show mediático con supuestas pretensiones literarias, un show que en realidad es puro teatro: un negocio disfrazado de acto literario. Y Juan del Val lo sabe porque es un tío listo. Aun así sonríe, sabe hacerlo muy bien, recoge su premio y suelta la chapa. Un discurso que será criticado a más no poder.
Sin embargo, lo curioso es que tiene razón en algo: existe una «élite literaria» que vive instalada en el continuo desprecio de los que se convierten en números uno en ventas. Una especie de secta del ego cultural que pone a parir a los best sellers como si leer únicamente fuese un acto de resistencia y no también un edificante placer. Esos guardianes de la «buena literatura» que no soportan que alguien venda más que ellos. Que escriben para festivales de poesía donde se aplauden unos a otros. Que publican libros que nadie compra pero dan lecciones a los que sí venden. Los mismo que odian a Del Val, no por lo que escribe porque no lo saben ni lo sabrán nunca, sino porque aparece en televisión y más concretamente en el Hormiguero.
El Planeta es pura publicidad, un premio dado a dedo, pero da la impresión que los que lo desprecian no lo hacen por ética sino por envidia. No soportan que el foco no los ilumine. En un país donde el elitismo se disfraza de virtud tiene su mérito distanciarse de esa secta. Ya sabemos que el Planeta seguirá siendo el circo de cada año. Un escaparate más que un acto cultural. Pero la literatura no se debería convertir únicamente en un choque de egos entre los autores invisibles y el marketing de los premiados.