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Levantando el velo

La importancia de disentir

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He leído recientemente dos artículos que responden a una opinión mía publicada en días pasados. Uno firmado por Oriol Radalga Peig, y otro por Santiago Oliver. Ambos comparten un desacuerdo que respeto y que agradezco en tanto que forma parte del ejercicio libre del pensamiento. No obstante, en sus respuestas se plantean afirmaciones sobre mi persona, mi trayectoria y mis intenciones que me gustaría aclarar con serenidad, no para alimentar una polémica estéril, sino para preservar el respeto mutuo que debe existir incluso entre quienes piensan distinto.

El texto de Oriol Radalga Peig parte de una crítica a mi supuesto tono «moralizante» y termina con un repaso a mi pasado político, acusándome de haber perdido la capacidad de autocrítica por haber sido miembro de Alianza Popular y del Partido Popular –por cierto, sigo afiliado al Partido Popular. No me escondo–. Se me presenta como un «patriota clásico» —trivial, narcisista y ajeno al sufrimiento humano—, y se vincula mi pensamiento conservador con una herencia ideológica franquista e incluso antisemita.

Está claro que no me conoce y por ello se permite hacer estas manifestaciones tan fuera de contexto y de la realidad. Para su información decirle que mi herencia ideológica se basa principalmente en la doctrina social de la iglesia y que tuve la oportunidad de conocer como activista en los años 70 del movimiento denominado «cristianos de base». Mi experiencia tuvo lugar en Palomeras Altas y el Pozo del tío Raimundo, conviviendo con dos franciscanos en una chabola y en contacto con el Padre Llanos y el Obispo Iniesta. Lo de antisemita lo paso por alto.

Frente a esto, solo puedo decir que lamento profundamente que se reduzca cualquier opinión divergente al marco de la caricatura. Pues he criticado tanto a los míos, cuando así lo he considerado, como a los adversarios, que no enemigos.  Por ello no me reconozco en ese retrato plano, ni creo que sirva para enriquecer el debate público. Las ideas, cuando se defienden con convicción, no deberían ser condenadas por el contexto biográfico de quien las sostiene.

En cuanto al artículo de Santiago Oliver, quiero comenzar expresando que lamento sinceramente que se haya sentido aludido, ofendido o «difamado» por mi artículo anterior. No era mi intención, y mucho menos que interprete mi opinión como una difamación. No lo nombré, no lo señalé, y por supuesto, no le cuestioné su experiencia personal, que respeto y valoro profundamente. La enumeración que él hace de los castigos físicos y psicológicos sufridos durante su detención por el ejército israelí es dolorosa y no puede ser ignorada ni relativizada, cosa que no se infiere en mi artículo.

Dicho esto, mi opinión se basó en información recogida de medios internacionales y nacionales que cubren el conflicto entre Israel y Gaza. En ningún momento pretendí burlarme ni alegrarme de la situación de nadie. Me duele profundamente que se interprete que escribir sobre este asunto pudiera obedecer a una inclinación personal o, como se sugiere, a un disfrute perverso ante el sufrimiento ajeno. Nada más lejos de mi forma de pensar. En mi familia hemos sido sufridores directos de la barbarie que supuso la Guerra Civil. No importan más comentarios. Por tanto, nada más lejos de mi forma de pensar y de ser en relación al sufrimiento humano, venga de donde venga. Puedo discrepar ideológicamente de la presencia de ciertos activistas en una iniciativa como la Flotilla de Gaza —y así lo expresé—, pero jamás atacaría el dolor humano desde lo personal. Sería una falta absoluta de ética y moral.

Podemos discrepar, pero siempre he reivindicado y reivindico    para mí    y por supuesto para todos los ciudadanos, el derecho a opinar, a disentir. Por ello, no puedo ni debo renunciar a expresar lo que siento y pienso, y si hice alusión a la participación de personas con pasado en ETA fue precisamente para no generalizar ni acusar indiscriminadamente a quienes participaron con otros fines, legítimos y respetables. Por ejemplo el de Santiago Oliver.

Respecto a la gran pregunta que plantea Santiago Oliver —«¿Quién tiene las manos manchadas de sangre?»—, es, sin duda, la pregunta que debería preocuparnos a todos. No tengo respuestas absolutas, ni las pretende mi artículo. Israel ha cometido errores gravísimos y dolorosos, siendo su actuación en Gaza, ya lo publiqué en artículos anteriores, desproporcionada y haciendo de la respuesta una auténtica masacre. No comparto ni defiendo muchas de las políticas que ha seguido en este conflicto. Pero al mismo tiempo, creo que la crítica debe ir acompañada de un mínimo de coherencia democrática. Y eso incluye no relativizar el terrorismo de Hamás contra su propio pueblo, lo hemos visto estos días, ni los ataques por ellos perpetrados el 7 de octubre de 2023.

Mi intención, al escribir, no es ofender, ni juzgar, ni herir. Es contribuir a un debate necesario, desde una posición ideológica clara, pero abierta a la discrepancia razonada. Lamento sinceramente si alguien se ha sentido injustamente aludido. También espero que este intercambio sirva para demostrar que se puede debatir con firmeza sin recurrir al insulto ni al juicio moral permanente. Y en relación al último párrafo de su artículo, que por doloroso no voy a transcribir, cada uno es responsable de lo que dice y de lo que hace, por ello, yo jamás le acusaré de ponerse al lado de los asesinos de Hamás porque sé que sería injusto, inmoral e insultante hacia la dignidad de su persona y si lo hiciera mi conciencia no me lo perdonaría.

La opinión es libre. El respeto, también debe serlo.

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