Quien más quien menos, hoy en día, organiza de vez en cuando un viaje. Está moda y, en general, es enriquecedor conocer otros mundos. Quizá por eso nuestros diputados y senadores son tan aficionados a hacer la maleta, tomar un avión -naturalmente, en primera clase- y alojarse en hoteles de cinco estrellas sea en el rincón del planeta que sea, siempre que lo paguemos nosotros. Lo que hacen allá y para qué sirven esos viajes, más allá de su disfrute personal, ya ni lo sabemos. Seguramente eso que tanto les gusta, a tenor de lo que desvelan sus constantes escándalos: comilonas, barra libre de alcohol y drogas, prostitución…
Lo de la política en este país es de traca. Todos lo sabemos y lo criticamos, pero ahí seguimos, igual desde hace cincuenta malditos años. La opción ideológica que vence en cada una de las convocatorias electorales es la abstención, pero nadie se da por aludido. Mientras fluya el dinero público a espuertas, habrá jetas que se aprovechen de nuestra estupidez y desidia. Así que un grupo de diputados nacionales de izquierdas ha disfrutado de un viajecito a China por el módico precio de más de 16.000 euros cada uno.
Pero no solo eso, sino que además el Congreso les ha concedido 1.200 euros en dietas para sus gastos personales. Ignoro cuánto ha durado el periplo, pero francamente, por ese dinero puedes darte una vuelta al mundo que dura tres meses. La factura es abultada, vergonzosa. Solo en viajes nacionales llevamos gastados 10 millones en dos años, casi dos mil mensuales por cada uno de los más de 600 supuestos representantes nuestros en el Parlamento. A mí, desde luego, no me representan. Lo único que veo en ellos es lo que antes se llamaban «muertos de hambre».