La línea ascendente de violencia verbal que se viene desplegando en la política española no es un hecho aislado ni fruto de la crispación coyuntural. Responde a una competición —cada vez más descarnada— por ocupar el espacio electoral de la derecha entre Alberto Núñez Feijóo y Santiago Abascal. Sin embargo, más que un enfrentamiento, asistimos a una confluencia: los mismos discursos, las mismas raíces ideológicas, el mismo fruto político. Ambos se retroalimentan en un propósito común: desacreditar y derribar al gobierno de Pedro Sánchez mediante la confrontación y el insulto, sustituyendo el debate por la descalificación.
Lo que se escucha en el Parlamento, en los medios afines y en las redes sociales vinculadas a esos entornos partidistas, revela un deterioro profundo de la cultura democrática. En mis años de compromiso político y social, jamás había presenciado un nivel semejante de agresividad verbal ni una pobreza argumental tan manifiesta. Ese lenguaje, heredero directo de los neofascismos europeos y del extremismo estadounidense, ha encontrado eco en España en pequeños colectivos ultras orbitando alrededor de Vox y del PP. Lo más inquietante es que una formación que se autoproclama «demócrata» haya decidido transitar esa senda, creyendo que puede alcanzar el poder a través del ruido y la crispación.
Pero esa estrategia tiene un límite. Difícilmente logrará seducir al electorado de centro —ese amplio segmento que, más allá de la ideología, valora la serenidad, el respeto institucional y la capacidad de gestión—. El Partido Popular, bajo el liderazgo errático de Feijóo, ha ido desplazándose hacia la ultraderecha, hasta el punto de perder su identidad moderada. Las presiones del aznarismo, personificadas en figuras como Isabel Díaz Ayuso, han debilitado su credibilidad y reducido su margen de maniobra. Feijóo se muestra incapaz de articular un proyecto de Estado coherente mientras permanece atado a los intereses y nostalgias de los sectores más reaccionarios de su partido.
El recurso constante al ataque personal contra Sánchez y su gobierno, más que fortalecer al PP, está desgastando su imagen. Cuanto más insultan, más se evidencia su falta de propuestas. Frente a la crispación, el Partido Socialista y las fuerzas progresistas consolidan una posición de estabilidad y fiabilidad institucional. El electorado percibe esa diferencia: una derecha dominada por el odio y una izquierda que, con sus errores, ha mantenido el pulso de un Estado social que la derecha quisiera privatizar, especialmente en sanidad y educación, debilitando las bases del bienestar colectivo.
Lo preocupante de este proceso no es solo su deriva ideológica, sino sus consecuencias sociales. Un país que se acostumbra al insulto como herramienta política termina normalizando la agresión y la mentira. La derecha neoliberal ha utilizado durante años la desinformación y el desprestigio como armas para desactivar la movilización ciudadana, erosionando sindicatos, movimientos vecinales y organizaciones culturales o nacionalistas. Pero toda espiral, por violenta que sea, genera su propia resistencia. En los últimos tiempos, se percibe un renacer de la conciencia cívica, un deseo de frenar este avance de la ultraderecha que amenaza con fracturar el tejido democrático.
Este fenómeno no es ajeno a nuestra isla. En Menorca también asoma esa sombra: antiguos militantes del PP marginados por el aparato intentan reivindicar el discurso del viejo régimen, anclado en los ecos del aznarismo y del franquismo sociológico. Sin embargo, el centro político de Menorca, sensato y democrático, no se siente identificado con esa deriva. Observa con inquietud cómo el insulto reemplaza al argumento y cómo la derecha renuncia a la moderación que en otro tiempo la hizo gobernable.
En las próximas semanas probablemente veremos cómo distintos grupos ultras, junto con sus medios afines, intentan generar disturbios en diversas ciudades del Estado. Confiemos en que las fuerzas de seguridad actúen con eficacia para frenar a estos agitadores organizados, cuyas tácticas recuerdan a las de los antiguos movimientos extremistas. El PP no puede seguir guardando silencio ante estos hechos ni ante los ataques contra las sedes de partidos democráticos. El principal reto de Feijóo sigue siendo definir una línea política verdaderamente centrista y autónoma respecto a la influencia de Ayuso.
Vivimos un momento decisivo. O se impone la razón, la palabra y el diálogo como herramientas de construcción democrática, o la política española seguirá atrapada en un bucle de ruido y confrontación que solo beneficia a los extremismos. La espiral verbal de la derecha no es un accidente: es un proyecto. Y como todo proyecto que desprecia la convivencia, encontrará antes o después la respuesta de una sociedad que, pese a todo, no ha perdido su memoria ni su dignidad democrática.