Las urgencias psiquiátricas hospitalarias de menores se dispararon en 2024, sumaron un total de dieciocho atenciones en Menorca, mientras que el año anterior, 2023, solo fueron dos, lo que da una idea de la magnitud del problema de malestar emocional y de salud mental que se afronta en la población más joven.En 2022 las urgencias hospitalarias psiquiátricas de menores de 18 años fueron cuatro.
El año pasado el dato global de urgencias psiquiátricas fue de 311, sin distinción de edad, y de estas una fue por ideación suicida como diagnóstico principal. En 2023 las atenciones en urgencias relacionadas con el comportamiento suicida fueron dos, una ideación y una tentativa.
En el conjunto de Balears en 2024 se atendieron 1.541 urgencias por ideación o intento de suicidio y 366 urgencias psiquiátricas a menores de 18 año.
Código de alerta
La Dirección General de Salud Mental quiere implantar un código, una alerta informática en la historia clínica de los pacientes, para que los profesionales sanitarios sepan, tanto en hospitales como en centros de salud y el servicio de urgencias 061, la situación de la persona que acude a la consulta por una conducta suicida. Funcionaría como un semáforo, explica la doctora y directora general Carme Bosch, «con este código se podrá saber en qué punto de atención se encuentra el paciente, si está en rojo significará que no la recibe y habrá que activar el seguimiento».
Debería hacernos reflexionar seriamente. No solo sobre la presión asistencial creciente, sino también sobre el modelo de sociedad que estamos construyendo y el tipo de apoyo que ofrecemos a nuestras niñas, niños y adolescentes. Es urgente —pero no en clave hospitalaria— que empecemos a diferenciar entre trastorno mental y malestar emocional. Si a cada signo de sufrimiento o conflicto vital respondemos con derivaciones a urgencias psiquiátricas, estamos fallando como comunidad. Y no me malinterpreten: los problemas graves deben atenderse, por supuesto. Pero no todo es una urgencia clínica. Estamos asistiendo a una creciente psiquiatrización de la infancia y la adolescencia. Y esto, más que resolver, a veces cronifica. Lo que falta, en muchos casos, es acompañamiento, escucha, espacios seguros, habilidades para manejar la frustración, la ansiedad, el duelo o los conflictos. Eso no se receta, se educa. Nos deberíamos preguntar si esta generación de jóvenes, tan expuesta a estímulos, inmediatez y gratificación constante, ha tenido suficiente oportunidad para desarrollar tolerancia a la frustración. ¿Les estamos enseñando a gestionar las dificultades de la vida o, sin querer, les estamos resolviendo todo, dándoles todo y protegiéndoles en exceso? Quizá, sin querer, estamos creando generaciones emocionalmente frágiles en una sociedad que teme el malestar, cuando precisamente aprender a transitarlo es clave para la salud mental. Si llenamos las consultas y las urgencias especializadas con problemas que podrían abordarse en otros contextos —familiares, escolares, comunitarios— no solo bloqueamos el sistema, sino que invisibilizamos a quienes de verdad necesitan una atención especializada por trastornos mentales graves. La salud mental empieza mucho antes de llegar al hospital. Empieza en cómo educamos, en cómo cuidamos, en cómo estamos presentes. Y también en cómo dejamos espacio para que nuestros hijos se equivoquen, se frustren, crezcan y se fortalezcan.